El cine de Michael Bay tiene la rara virtud de ser una especie de placer culpable, es decir, un tipo de cine decididamente malo que todos van a ver porque cumple unos mínimos de entretenimiento y distracción. Dicho así, esta virtud de la que goza Bay parece eximirle de un análisis cinematográfico que no se quede en lo obvio, esto es, que sus películas no tienen historia, que los personajes no están lo suficientemente bien desarrollados, que abusa de las cámaras lentas y los planos de brevísima duración, etc.
En este sentido, Transformers se lo pone a huevo a cualquiera que vaya a escribir sobre ella para recitar una salva prolongada de comentarios negativos, puesto que el film de Bay es con mucha distancia lo peor que ha rodado hasta la fecha. Ahora bien, ¿por dónde empezar? En primer lugar, olvidemos entrar en el guión en sí, pues la escasa entidad de la historia impide que uno pueda buscar un guión fuerte tras las imágenes, en lugar de una serie de referentes escritos -los robots arrasan esto, lo otro y lo de más allá- indicativos de lo que sucederá; en segundo lugar, olvidemos cualquier intento por dotar de gravedad a la cinta, ya que es un producto de consumo rápido que sólo busca evadir al personal haciéndole fantasear con semejante despliegue de poderes; y en último lugar, olvidemos casi todos los personajes y centrémonos exclusivamente en Shia LaBoeuf.
La noticia de su fichaje para la última aventura del arqueólogo creado por el dúo Lucas/Spielberg ha generado una expectación tan alta por conocer más y más detalles de esta nueva producción como, para los más escépticos, una discusión sobre la conveniencia en el fichaje de un actor como Shia. Y lo cierto es que, con mucha distancia, es lo mejor de Transformers y es el único actor que logra aunar comicidad y algún brusco y no muy elaborado elemento dramático dentro de la caracterización de su personaje. Como una especie de trasunto del adolescente héroe a la fuerza de muchas de las producciones familiares de antaño, el cometido de Shia no deja de ser el de representar un estereotipo del cine más codificado genéricamente -su progresión narrativa se telegrafía durante todo el film- y del adolescente norteamericano más o menos actual, que entra dentro de la masa freak, la cual ambiciona, en una suerte de reedición de la lucha de clases teen, un coche y dinero para alcanzar sus objetivos -ganar respeto, ser considerado y salir con chicas muy atractivas-. Tal vez este, por la voluntaria comicidad de su actor, sea el pasaje más logrado a nivel de historia, de querer contar algo en toda la película. Pero como esto es una cinta de Michael Bay, la acción ha de imponerse a cualquier historia de superación personal y los personajes deben ir directos al meollo del asunto.
¿Cuál es ese meollo? El caos visual. El prólogo en la base militar qatarí no deja lugar a dudas de lo que va a ser la propuesta visual de Bay quien, si bien ha serenado su cámara y su habitual tendencia a cortar más planos por segundo que nadie, haciendo un esfuerzo por contar algo visualmente, no ha querido tocar la parcela de aquello que se ve en la imagen y ha preferido prolongar su tendencia a condensar la destrucción en planos bastante pobres y confusos -y esta palabra viene como anillo al dedo para ilustrar el primer ataque en la base militar-.
Lo que sí resulta interesante es ver cómo el cine industrial norteamericano ha vuelto, tras un parón algo prolongado obligado por el recuerdo de los atentados, a reubicar la destrucción en sus propias ciudades; a plantear una inmensa pelea entre los dos bandos de los transformers, los Autobots y los Decepticons, en las que los robots vuelan y destruyen todo lo que tienen a su alrededor en una orgía visual en la que poco importa qué hay en la imagen si en contrapartida hace ruido, es rápida y todo vuela por los aires sin saber muy bien cómo se ha llegado a ese punto en la historia.
De este modo, el repaso a lo que da de sí el film de Bay deja un saldo bastante negativo. Los secundarios son comparsas introducidos para soltar algún chiste poco afortunado -casi todas las escenas con Sam y sus padres-; para hacer publicidad nada encubierta -sobre todo, de videojuegos; la máquina de bailar en casa de Glen- o, como es tradición en el cine de Bay, para enseñar carrocería -como es el caso de Mikaela-. Al margen, y para dar de comer aparte son los casos de Jon Voight o John Turturro, las apuestas de calidad del cast que simplemente sirven para ver lo mal que queda una absurda carrera filmada a cámara lenta -en el primer caso- o para que se te meen encima -en el segundo-. Eso, por no hablar de las estrambóticas muestras de humor que adornan la película, que propician las más variopintas situaciones -uno de los decepticons tapándose la cara frente a una muchedumbre para no ser reconocido (sic)- o esos relativamente velados chistes racistas que tanto gustan -la gastronomía a base de caimán que comenta a sus compañeros el soldado de origen hispano-.
En el apartado de los efectos visuales y del diseño de los robots hay, por así decir, un empate técnico. No sería muy justo decir que los efectos no estén bien integrados en los planos y doten de cierto realismo una escena en la que robots y humanos estén interactuando, pero sí es verdad que algunos de los transformers no están demasiado bien definidos y, en parte, por culpa de la cámara nerviosa de Bay, no acaban de cuajar de forma satisfactoria cada vez que aparecen en pantalla, aunque bien es cierto que en secuencias puntuales -especialmente, el clímax entre Megatron y Optimus Prime- hay mayor realismo y parecen mejor integrados que en otros momentos -el ataque en el desierto de Starscream a los militares o las hilarantes apariciones de Frenzy-.
Por otro lado, y por sorprendente que pueda resultar, parece que el cine USA vuelve a las andadas ideológicas. Bay es bastante amigo del promilitarismo y no duda en utilizar un contexto bélico para ubicar sus aparatosas escenas, así como gusta de emplear enclaves reconocibles por el público norteamericano, como es el caso de la presa Hoover, para dejar caer casi de soslayo el típico tema de las instalaciones supersecretas mantenidas en el anonimato por las administraciones gubernamentales y sobre las que cierne el misterio de albergar entidades extraterrestres o proyecto ultra secretos, esto es, el típico cliché explotado mil veces en films precedentes. Pero lo que de verdad molesta y casi ofende es esa paranoica descripción de los adolescentes que hace, a los que identifica y homogeiniza con un patrón concreto -música de hip hop o metal estilo Linkin’ park-, situándolos en unas coordenadas temáticas concretas -coche = triunfo asegurado con chicas superficiales- y barniza con el más patético de los moralismos cuando para paliar el elevado grado de loser de su protagonista, se saca de la manga que el bellezón femenino pre-bisturí que le acompaña con poses de florero tiene antecedentes por ser cómplice en un caso de robo de coches, una de las formas más poco sutiles de establecer un criterio de igualdad que elimine el cliché de la bella y la bestia, igual de poco sutil que los cómicos insertos musicales que acompañan los primeros compases de la relación entre Sam y su coche -por cierto, no demasiado bien explicada, y eso que daba bastante juego-.
Queda, al fin, hacer balance de algunos elementos periféricos de la película. La música, a cargo de Steve Jablonsky, no pasa al menos en su utilización en la película de un vulgar remedo de temas bastante reconocibles -en algunos compases, parece invocar el nombre de Brad Fiedel y su trabajo para James Cameron- y de un tufo demasiado evidente hacia el capo de Mediaventures, es decir, Hans Zimmer, con esa enfatización innecesaria de una acción que se describe por sí sola, sin necesidad de aditivos. La sustitución de Mauro Fiore por Mitchell Amundsen en la labor de fotografía tampoco resulta demasiado satisfactoria, pues el film puede ser el más visualmente pobre de los rodados por Bay hasta la fecha, y curiosamente carece de la hiperestetización que un producto como La isla (The Island, 2005) gozaba, lo que redunda en imágenes más crudas y viscerales -aunque una crudeza excesivamente impostada- y no en un énfasis descontrolado de imágenes bonitas.
Siendo honestos, es el peor film de un Bay que parece haberse decantado por el espectáculo de barraca de feria carísima, pasándose en el camino por el forro cualquier intento por decir algo. Una nota que dice mucho de la precipitación que ha sufrido la producción de este film radica en el cúmulo de escenas mal concluidas -o dejadas sin explotar-, así como la ristra de motivos e ideas visuales que parecen apuntar hacia algo determinado, y en ningún momento se cierran, vuelven a aparecer o su director hace uso de ellos. En definitiva, una basura reciclabe que deja muy a las claras por dónde van a ir los tiros en las grandes producciones futuras. Habrá quien diga, de forma bastante errónea, que esto es un simple traslado de los postulados de la narrativa del videojuego al cine -dando por sentado que los videojuegos no cuentan historias y desarrollan personajes-; pero que films como Transformers lleguen al cine es consecuencia directa de un estudio de mercado que se basa en la explotación futura de merchandising y productos derivados, así como de la poco válida inferencia que aplican los ejecutivos engominados al identificar emoción, riesgo y aventuras -las tres palabras clave del género de acción- con actores de segunda, carrocería post-adolescente y coches cucos. Pueden estar contentos, han creado un género autónomo: el entretenimiento abyecto.