La vida de Jean-Luc Lagarce, figura excepcional del teatro francés del siglo pasado, más representado que Moliere, estuvo signada por su brevedad: nació en 1957 y murió en 1995, de Sida. Fue director y dramaturgo y escribió alrededor de 25 obras, relatos, un libreto de ópera y un guión de cine.
Este autor no escribe textos literarios: plasma estructuras escénicas pentadimensionales; las mismas poseen las tres dimensiones del espacio, más la del tiempo y la presencia humana del público (el convivio). Esto no es lo habitual en Francia, donde el escritor dramático suele provenir de la literatura.
El personaje central de esta obra, Louis, vuelve a la casa paterna luego de varios años de ausencia, dispuesto a anunciar su próxima muerte a su familia con “cuidado y precisión”, según explicita en un extenso monólogo inicial. Su propósito es enunciar ante ellos su final cercano e irremediable, en un tono tal como si él mismo lo estuviera decidiendo. El, su madre, su hermano, su hermana Suzanne y su cuñada han vivido alejados, comunicándose por tarjetas postales en ocasión de las fechas tradicionales de la familia: “cartas elípticas” las llaman los hermanos.
No es mucho lo que saben de él, hay vagas alusiones a una posible homosexualidad. Saben que –paradójicamente- su trabajo consiste en escribir, pero fuera de eso no lo conocen, ni siquiera saben dónde vive; la suya es una existencia más supuesta que real. Los reproches de los hermanos y la evocación que hace la madre de los tiempos casi felices de la familia, los ritos de lustrar y sacar el auto los domingos, son similares a los recuerdos del propio Lagarce en su autobiografía.
Este Louis viene ahora a hablar con su familia pero, después de un diálogo con aristas absurdas, advierte que no puede romper la incomunicación, que lo no dicho durante todos esos años tiene un peso imposible de manejar. Lo único que puede, por tanto, es reflexionar sobre sus últimos días y ver todo por última vez, imaginar cómo se lo recordará quizás. Sin decir nada, como siempre.