Hacía mucho (desde los 3.000 o 4.000) que no celebraba un cumple-post, así que voy a aprovechar esta ocasión para compartir con todos vosotros una entrañable anécdota (no exenta de moraleja y lección aleccionadora) tan reciente como que es de hoy.
Hete aquí que hoy bajé a comer a la cocina (el kelo de mis padres es un dúplex bajocubierta) como todos los días, con mi habitual cachaza carismática a la par que agropecuaria. Deposité con suma delicadeza mi culo en la silla, entre los crujidos agónicos de ésta y ataqué el plato de filete empanao con montaña de patatas fritas y champiñones.
Aprovechando la pausa para respirar entre tragada y tragada, ingerí de forma inmisericorde una botella de Coca-Cola de 1/2 litro, ya que el día de hoy no estaba para dar muchas concesiones en el campo de la sed. Y así transcurrió el opíparo almuerzo, sin más incidencias que algunas charlas intrascendentes de mis padres sobre política, economía y religión (las típicas conversaciones que arreglan el mundo a la hora de comer).
Una vez limpio el plato de carne, papas, fungoides, aceite, pan, migas y babas, me recosté en la silla a la espera de mi bien merecido postre, que mi trabajo me costó ganármelo. Ya estaba deleitándome yo con la babeante visión de un buen helado (un Magnum o Cornetto, a poder ser, coño), cuando se produjo el incidente Alfa.
Mi santa y bendita madre (sí, esa misma que prepara unas croquetas caseras que se caga la perra, la misma que lloró cuando entré en casa con el feto alienígena, la misma a la que tuve que placar por la cintura para que no se tirase por la ventana cuando compré la palanqueta del Half-Life en la ferretería de la esquina... esa, esa) cortó de forma abrupta su monólogo con mi padre (perdón, quería decir conversación), tragó el bolo alimenticio que tenía atravesado, posó con delicadeza el tenedor en el plato (con tal delicadeza que un par de patatas fritas terminaron rodando por el mantel, para alegría de mi padre, que dio buena cuenta de ellas antes de que fuesen muy lejos) y con un bufido, me miró. Me miró como sólo saben hacerlo las madres, con esa mezcla de amor y asco. Agitando la mano rígida en mi dirección, como el golpe seco de un karateka, tragó aire y pronunció el retazo de sabiduría popular más revelador, entrañable y aleccionador que haya tenido a bien transmitirme jamás a mí, su amantísimo hijo:
- ¡MARCOS, NO TE RASQUES LOS HUEVOS A LA MESA!
Estas son las palabras más bellas que jamás haya escuchado a la hora de comer, y como tal os las transmito para que las extendáis por el mundo a los hombres de buena voluntad (las mujeres se rascarán otra cosa).
Y yo, como humilde discípulo de mi santa y querida madre, le dedico estos 7.000 posts a ella, que me ha parido, educado y cuidado siempre con el mismo amor que la caracteriza. ¡Va por ella, coño!