Un articulito escrito hace años. Ahora habría que añadirle títulos obviamente. Ahí va el ladrillo, para el que quiera leerlo...
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LA LINTERNA MÁGICA
REALIDAD (VIRTUAL) O FICCIÓN
La novela y el cine de intriga, desde siempre, se las han ingeniado para deambular por los caminos del misterio y la sorpresa, en un deliberado intento por captar la atención del lector o espectador, enjugando argumentos originales, sugestivos; trillando soluciones inquietantes que deviniesen en finales inesperados, de esos que hacen que uno no pueda contarlos sin echar la obra abajo. Pese a todos esos esfuerzos, casi todo viene de antiguo. Fórmulas viejas remozadas, puestas al día, en la mayoría de los casos. Pero, a veces, se abren vías nuevas. Temas que, por su novedad, plantean situaciones exóticas, singulares, no contempladas con anterioridad. La realidad virtual (RV) es uno de ellos.
Todo empezó no hace mucho, obviamente, ya que la informática es un bien de nuestros días. La película se llamó Tron, y estaba realizada para la Disney por Steven Lisberger en el año 1982. En ella, el protagonista se introducía en un videojuego y participaba de las batallas informáticas, en un universo cromático de rojos y azules, alterando la temática del personaje real introducido en un mundo de dibujos animados, tan popularizados por la productora, y casi tan antiguo como el propio cine. Aún no se hablaba de RV, pero existían puntos de contacto. Cosa que se matizaría bastante más en la adaptación del relato visionario de Philip. K. Dick: Desafío total (1990), de uno de los reyes del exceso talentoso: Paul Verhoeven, con un Arnold Schwarzenegger —¡Dios, cómo me cansa teclear este apellido!— en su etapa interpretativa más intensa y cerebral. Aquí se hablaba de un programa implantado en la mente del interesado para reconstruir una RV en torno al él, para hacerle vivir unas vacaciones un tanto especiales. Al final, existía la dicotomía sueño/realidad, rota, precisamente, por las referidas exageraciones del realizador de origen holandés.
Con El cortador de césped (1992), de Brett Leonard, que conocería una secuela cuatro años más tarde, el argumento se alejaba totalmente del relato corto de Stephen King, y en él un científico elaboraba un proyecto de incremento de inteligencia por mediación de la RV, con miras militares. El personaje central, un jardinero retrasado mental, actuaba como conejillo de Indias, acabando la trama de manera funesta. En este caso, como en las películas posteriores, los efectos especiales informáticos jugaban un papel importante, ya que la RV que, en casos precedentes servía para ilustrar la realidad a secas, ahora lo hacía para plasmar la propia RV de la película, en una resolución puramente endomórfica. De esta forma, surge la popular Johnny Mnemonic (1995), de la mano de Robert Longo. Cerebros plasmados como si de discos duros se tratasen, reservas de memoria para personas, próximas al ciborg que ya la ciencia-ficción nos presentara con anterioridad. Un tratamiento visual cercano al cómic permite exponer mundos divididos, y a un personaje central —Keanu Reeves— que deviene en mesías de los afligidos. A partir de ahora, los argumentos, con la nueva vía abierta, incidían desde distintos puntos de vista. Días extraños, del mismo año, de Kathryn Bigelow, no trataba la RV propiamente dicha, sino informaciones mentales, vivencias, grabadas a la manera de Proyecto Brainstorm (1983), de Douglas Trumbull, para ser disfrutadas por terceros, informática y electrónicamente, como una inagotable fuente de impresiones y emociones fuertes.
También de 1995 y dirigida por Brett Leonard, aparece Virtuosity, cuyo título ya desvelaba la naturaleza del argumento. Se nos presentaba aquí a un villano de cartón piedra, mezcla de los psicópatas más espeluznantes de la historia. La RV confundirá nuestros sentidos en una historia que transcurre en ambos mundos y en la que, en el desenlace, ofrecerá el esperado enfrentamiento entre el hombre y la máquina; o mejor contra el, digamos, infohumano de turno, que ya iniciaba su andadura fílmica. De la acción sin fin pasamos a la reflexión, dos años después: Nirvana, de Grabiele Salvatore. Aquí, en un universo oscuro y sórdido que recuerda a Blade Runner (1982), de Ridley Scott, todo el empeño del programador de videojuegos de la trama —Chris Lambert— es el de intentar socorrer a uno de sus personajes informáticos, que ha cobrado sentido de su propia existencia y desea acabar con la falsedad de su situación. Lo más bello de la cinta es el diálogo final entre creado y creador: «¿Qué seré cuando me desconectes?», dice el primero en su única sombra de duda. «Un copo de nieve que no cae en ningún sitio», responde piadosamente el segundo.
El año 1997 nos traerá el portento del ciclo. La joya. Una cinta adulta, profunda, imaginativa, que supo usar, como ninguna, la temática de la RV a favor de un argumento que se sumergía en la intriga y el suspense, para acabar siendo de ciencia-ficción, y que permitió que los cinéfilos españoles pudiésemos inflar el pecho de orgullo. Hablo de Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, cuya trama es recomendable no comentar por el bien de la propia película. Obra cuasi hitchcockiana, deseada por los norteamericanos para un posible remake, que, estoy convencido de ello, no superará el original en el caso que lo lleven a cabo. Un argumento denso, sin respiro, que debió haber sido novelado con anterioridad.
1999 será protagonista de las últimas y más exitosas cintas referidas a la RV. Matrix, de los hermanos Wachowski, deambula entre la acción y la filosofía existencialista. Se trata de un argumento de intriga, igual que la cinta española anteriormente citada, en la que la proliferación de efectos especiales digitalizados, usados incluso en panorámica circular envolvente, ralentizados y en forma de pausa, asombraron a los cinéfilos del mundo. La profundidad y originalidad de la trama hicieron que uno esperase un desenlace en la línea desarrollada, y no la plástica y esencia de un simple cómic a la americana; aunque, eso sí, de lujo. El ahora sempiterno Keanu Reeves oficiaba de nuevo mesías de una humanidad dominada por las máquinas, viviendo una RV placentera, que ocultaba las verdaderas y macabras intenciones. Como el polivalente juego de un millonario excéntrico, se plantea Nivel 13 —¿por qué trece?; la novela original se llama Simulacron 3—, del realizador Josef Rusnak. En ella encontramos de nuevo a los infohumanos con conciencia, que saltan de un nivel a otro, ante el asombro del espectador que no sabe qué postura adoptar. El argumento está lleno de detalles interesantes y la estructura es la clásica de la novela de intriga, desvelándose paso a paso los elementos que descifran el conjunto. El final es irónico, ya que la pantalla se funde a la manera de un televisor, con el chispazo y estrechamiento de la imagen hasta perderse en la nada, dejándonos la sospecha de otros niveles, o el aniquilamiento de todos ellos.
Filmes que, adornándose en la ciencia-ficción o en la intriga, penetran en espesos universos de corte existencialista, planteando las angustias y padecimientos de una humanidad que sigue haciéndose las mismas preguntas de siempre: «¿De dónde venimos?» «¿Adónde vamos?». Pudiera ser —¿quién lo sabe?— que, después de tantas vueltas, nuestro universo, con todos sus seres pensantes, existiese —que nadie se turbe por lo que digo— en el interior de un simple y minúsculo chip. Sin embargo, una cosa tengo por cierta: el futuro nos deparará incontables sorpresas. El avance imparable de la informática pone de manifiesto nuevas vías de resolución para el cine, y no sólo en el ámbito de los efectos especiales. En un mundo futuro revolucionario, en el que los ciegos verán con mayor precisión que los videntes normales —todo dependerá del dinero de cada bolsillo— se puede esperar de todo. Quizá la ciencia alcance un punto de desarrollo que acabe con la ciencia-ficción. No sabemos qué ojos lo verán —los nuestros, los de nuestros hijos o los de nuestros nietos— pero sin duda lo harán. De hecho, ya vivimos en el futuro.
También se rieron de Julio Verne.