Cien años después de su descenso a los infiernos, el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando. Pese a descansar a 4.000 metros de profundidad en el Atlántico Norte continúa alimentando imaginaciones y leyendas, ficciones y realidades. Ha conseguido ser, un siglo después de que un iceberg se interpusiera en su triunfal camino, lo indestructible e insumergible que soñaron sus creadores. Y si bien no pudo sortear aquella mole de hielo que lo arrastró al fondo del océano en las primeras horas del 15 de abril de 1912, sí que ha sido capaz de vencer el paso del tiempo y el peso de la Historia.
Nació de un sueño y acabó convirtiéndose en una pesadilla. El sueño lo forjaron en el verano de 1907 Joseph Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, y William James Pirrie, dueño y presidente de los astilleros Harlan&Wolff, el mayor constructor de navíos del mundo. En unos tiempos muy anteriores a los viajes en avión, los grandes barcos eran el máximo exponente del transporte de pasajeros, Pirrie y Bruce Ismay idearon la construcción de tres transatlánticos: Olympic, Titanic y Gigantic, que tras la tragedia del anterior cambió su nombre por el de Britannic. El Olympic fue botado en octubre de 1909, hizo su viaje inaugural el 14 de junio de 1911, sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y navegó hasta 1935; mientras que el Britannic, que fue botado en febrero de 1914 y empezó su servicio como barco hospital en diciembre de 1915, se hundió el 21 de noviembre de 1916 en el mar Egeo tras chocar con una mina.
Era en el Titanic donde tenían puestas todas sus esperanzas Pirrie y Bruce Ismay. Iba a convertirse en el estandarte de la White Star para hacerse con el mercado de pasajeros atlánticos de gran lujo. Iba a ser la mayor obra de ingeniería naval de la Historia, el símbolo de una época, el abanderado de una sociedad, la occidental, que llevaba 100 años disfrutando de la paz, viendo cómo la técnica avanzaba con paso seguro, viendo cómo los beneficios del trabajo parecían filtrarse a través de la sociedad... Viéndolo con la perspectiva actual, sorprende ese optimismo, esa confianza que la sociedad de entonces, mayoritariamente clasista, tenía en sí misma... Pero la realidad era que en aquellos años la gente creía que la vida era perfecta. Sea como fuere, el hundimiento del Titanic bajó de golpe el telón de ese optimismo y acabó de un plumazo con la prepotencia de la época, con una forma de ver y vivir la realidad. Ya nada iba a ser igual. Después vino la Gran Guerra y el mundo cambió definitivamente.
Antes de que todo esto llegara, el 31 de marzo de 1909, empezaron en los astilleros de Belfast los trabajos para construir el barco más grande y más lujoso de la época. No iban a ponerse trabas en el presupuesto: los mejores materiales, las técnicas más avanzadas, los motores más potentes, las innovaciones más sorprendentes, los detalles más sofisticados. Todo esto y mucho más iba a tener el mascarón de proa de la White Star. El Titanic fue botado el 31 de mayo de 1911, tenía 269 metros de eslora y 28,19 de manga, podía desarrollar una potencia de hasta casi 60.000 caballos que permitirían una velocidad máxima de 23-24 nudos y tenía capacidad para admitir hasta 3.547 personas, entre pasajeros y tripulación. Southampton-Nueva York iba a ser su primer viaje.
Y luego estaba el lujo desmedido para aquellos de primera clase que pudieran pagarlo. 'Camelot flotante' y 'Paraíso sobre las aguas' fueron algunos de los adjetivos que recibió Y no resultaban exagerados. La primera clase contaba con todos los estilos de la época: desde el Imperio hasta el Regencia pasando por el Luis XIV o Luis XXV. Piscinas cubiertas, pistas de squash, una baño turco, salas copiadas del palacio de Versalles, cafés parisinos, bibliotecas, gimnasios, ascensores...
Todo ello fue un reclamo imposible de resistir por algunas de las grandes fortunas de ambos lados del Atlántico. Un hotel con más estrellas que el firmamento para viajar del Viejo al Nuevo Mundo. Pero la mayoría de los que embarcaron con destino a Nueva York no estaba pensando en las estrellas; se dirigían a América en busca de una nueva vida, un futuro mejor: la segunda clase estaba formada por profesores, comerciantes y profesionales de clase media, mientras que los viajeros de tercera, que tuvieron que soportar un humillante examen médico para comprobar que no eran portadores de ninguna infección, eran trabajadores con escasos recursos económicos. Aunque la historia siempre ha hablado de los ricos y famosos que viajaban en el barco, lo cierto es que tres de cada cuatro pasajeros que embarcaron llevaban billetes de segunda o tercera clase, fundamentalmente de esta última. El Titanic fue una enorme maqueta flotante de la sociedad de preguerra.


El orgullo de la White Star zarpó a las 12.15 horas del 10 de abril de 1912 del puerto de Southampton. De allí se dirigió a Cherburgo a través del canal de la Mancha. Y tras recoger pasaje y carga se dirigió a Queenstown, en Irlanda, por la costa sur de Inglaterra. Allí llega a las 11.30 del día 11 y tras embarcar más pasaje y más carga levanta su ancla de estribor e inicia su primera y última travesía hacia Nueva York. Los relojes marcaban las 13.30 horas. Entre el 11 y el 12 de abril, el barco recorrió 486 millas sin ningún tipo de incidente y con unas condiciones de navegación óptimas. En las siguientes 24 horas el Titanic recorre 519 millas, también con buena navegación, aunque recibe dos avisos alertándole de la presencia de hielo en su ruta; el segundo en las últimas horas del día 13 cuando el Rapaahannock le informa que incluso ha sufrido algún daño en el campo de hielo.
Los errores del capitán Edward John Smith, un veterano de la White Start Line que iba a jubilarse tras el viaje, propiciaron el descalabro del Titanic. A lo largo del día 14, el puente de mando recibió no menos de siete avisos que alertaban de la presencia de hielo en su rumbo a Nueva York, a los que habría que sumar los dos que recibió el día anterior. El capitán no hizo caso ni redujo la velocidad cuando ya empezaba a caer la noche, después de haberla aumentado por la mañana por indicación de Ismay, que quería llegar lo antes posible a su destino y arrebatarle a su competidora la Cunard Line el récord de rapidez. El Caronia, el Noordan, el Baltic, el Amerika, el Mesba y el Californian, por dos veces, lanzaron alertas de icebergs a lo largo de toda la jornada. La última de ellas, lanzada desde el Californian, tuvo lugar sólo 45 minutos antes del impacto.
A esa hora, a las 23.40, el capitán Smith se había retirado a descansar, el mar estaba como un plato, el cielo completamente estrellado y la visibilidad era óptima. El vigía Frederick Flett, que estaba a punto de acabar su guardia en el nido del cuervo, observó de pronto cómo el barco se dirigía a una gran masa de hielo que aumentaba rápidamente de tamaño conforme se acercaban a ella. Tocó tres veces la campaña y se dirigió al puente: «¡Un iceberg a 400 metros!».
En el puente de mando, el primer oficial W.M. Murdoch da al timonel Robert Hitchens dos órdenes muy rápidas: «Todo a estribor» y «marcha atrás a toda máquina», sin saber que la suma de ambas iba a resultar trágica, ya que la inversión de los motoreshizo que el barco girase lentamente hacia babor provocando, al entrar en contacto con el iceberg, una brecha de casi 100 metros de longitud en su costado de estribor y larápida inundación de cinco compartimentos estancos. Habían transcurrido apenas 40 segundos desde que el vigía Flett divisara la mole de hielo, que sobresalía 30 metros de la superficie, y ésta impactara con el Titanic. De haber chocado frontalmente, lo más probable es que pese a los desperfectos, el barco hubiera podido continuar su viaje a Nueva York.
Cuando el capitán Smith saltó de la cama y se dirigió al puente de mando ya era demasiado tarde. Cayó entonces en la cuenta de que el barco podía no ser indestructible ni insumergible. Veinte minutos después del impacto, Thomas Andrews, uno de los diseñadores del Titanic, lo sentenció a muerte tras recorrer las zonas afectadas de la nave y cuantificar los daños: «El hundimiento se producirá antes de tres horas». Y así fue. Lo primero que debió pensar Smith fue que al menos la mitad de las 2.224 personas que iban a bordo —1.364 pasajeros más 860 miembros de la tripulación— estaba condenada a muerte por la falta de botes salvavidas. Todo lo que vino a continuación de la sentencia fue vertiginoso: a las 00.10 del ya fatídico 15 de abril de 1912, el radiotelegrafista Jack Phillips lanza el primero de muchos mensajes de auxilio y marca su posición: 41.44N 50.24W; a las 00.45 se lanza la primera bengala; a esa misma hora se arría el primer bote salvavidas; a las 01.40 se lanza el último cohete; a las 02.05 es arriado el último bote; a las 02.10 Phillips transmite los últimos mensajes; a las 02.18 empieza a fallar la energía eléctrica; a las 02.20 se hunde el barco. Habían transcurrido 160 minutos desde que el hielo arañara mortalmente al Titanic.
En los primeros instantes nadie del barco se percató del incidente. El leve cosquilleo no alteró a los pasajeros. Los caballeros que no dormían continuaban fumando y jugando a las cartas, sus esposas descansaban ya mientras la orquesta dirigida por Wallace H. Hartley seguía tocando, y lo seguiría haciendo hasta el final según relataron posteriormente algunos supervivientes. El escepticismo inicial dio paso a la histeria incontrolada y esta, a su vez, a la certidumbre de que el fin, minutos antes lejano, estaba ahora muy cerca.


El Titanic sólo llevaba 20 botes salvavidas para 1.178 personas y las leyes vigentes no le obligaban a más. Pero tampoco estos botes y la rapidez a la hora de depositarlos en el mar estuvieron a la altura que se podía esperar de la mejor obra de ingeniería naval de la Historia. El caos que se desató en los primeros momentos, lo desordenada que resultaron las tareas de evacuación y, especialmente, el pésimo funcionamiento de los pescantes donde iba sujetos los citados botes hicieron que alguno de ellos no llegara al mar y que otros no se ocuparan totalmente. Todo esto provocó que el número de personas que se embarcaron en ellos —711 personas— apenas superara el 60% de su capacidad real.
«Cuando los botes se hubieron ido, una extraña quietud se extendió por el Titanic. La excitación y la confusión habían terminado y los centenares de pasajeros que se quedaron en el barco esperaban en silencio en las cubiertas superiores. Parecían agruparse hacia dentro, alejándose lo más posible de las barandillas». Walter Lord describió así los segundos finales del barco antes de que éste se perdiera bajo las aguas en 'La última noche del Titanic', libro publicado en 1955 y basado en los testimonios de algunos supervivientes.
Un dato revelador de lo que pasó aquella noche en el Atlántico Norte cuando ya el barco había desaparecido nos dice que de las aproximadamente 1.500 personas que se precipitaron al océano con él, solo 13 fueron recogidas por algunos botes salvavidas, aunque en la mayoría de estos había sitio de sobra. Únicamente un bote volvió hacia atrás en busca de supervivientes, mientras que el resto de los náufragos que se salvó fue porque tuvo la fortuna de estar cerca de alguno de ellos. Según cuenta Lord en su libro, en todos los botes fue la misma historia: un tímido «¿regresamos?» de alguno de los ocupantes que era repelido con una firme negativa por parte del resto.
Cuando el radiotelegrafista Phillips lanzó su primer CQD CQD CQD de MGY MGY MGY (en aquellos años el SOS todavía no era muy utilizado. CQD era la nomenclatura que se empleaba para pedir auxilio y MGY el identificador del telégrafo del Titanic), el barco que se encontraba más cerca era el Californian, exactamente a 11 millas, 21 kilómetros. Sin embargo, no fue éste el barco que se dirigió hacia la zona del naufragio, sino el Carpathia, que se encontraba a 58 millas, unos 107 kilómetros. Por qué el Californian no fue en su ayuda es una de las grandes incógnitas de esa noche. Su capitán, Stanley Lord, dijo posteriormente que su radio echó el cierre a las 23.30 y que el radiotelegrafista se fue a la cama; y aunque es cierto que entonces no era obligatorio que las radios de los barcos estuvieran operativas las 24 horas, es impensable que no se vieran desde el Californian las bengalas lanzadas desde el Titanic, estando tan cerca los dos barcos.
Aunque no hay dos cifras iguales en relación con el Titanic —ni tan siquiera en el número de pasajeros o de tripulación— los últimos datos señalan que murieron 1.517 personas, aunque sólo se pudieron rescatar 328 cadáveres, y que el Carpathia llegó a Nueva York con los ya citados 711 supervivientes recogidos de los botes salvavidas. La muerte, claro está, no trató igual a todo el mundo: perdieron la vida 122 pasajeros con billete de primera clase, 165 de segunda, 544 de tercera y 686 miembros de la tripulación. Dicho de otra manera: se salvó el 60% de los pasajeros de primera, el 41 de segunda, el 24 de tercera y el 22 por ciento de los trabajadores del barco.
De esta brutal desigualdad no se salvaron, tampoco, ni las mujeres ni los niños: de los 29 de éstos que iban en primera y segunda clase sólo perdió la vida la pequeña Lorraine, que no quiso separarse de su madre; sin embargo de tercera perecieron 53 menores de los 76 que viajaban en el barco. Con las mujeres ocurrió algo parecido: En primera murieron 4 de las 143 que viajaban y tres de ellas porque se quedaron voluntariamente con sus maridos; en segunda murieron 15 de las 93, y de tercera, 81 de las 179 que se dirigían al Nuevo Mundo.

Uno de los supervivientes de primera clase que recogió el Carpathia fue Joseph Bruce Ismay, padre de la criatura e incluso del nombre de la misma y presidente de la White Star, propietaria del Titanic. Después de subir a uno de los botes salvavidas valiéndose de su posición cerró los ojos y se negó a ver el hundimiento de su sueño. No abrió la boca antes de ser rescatado ni lo hizo después en la travesía a Nueva York. Se encerró en un camarote y estuvo prácticamente sedado hasta llegar a puerto. Las críticas, que probablemente no fueron todo lo duras que debieron ser aunque se cebaron con su deseo de ir a toda máquina y de salvarse a toda costa, acabaron con él. Al año siguiente se jubiló de la White Star, se compró una gran propiedad en Irlanda, recluyéndose allí hasta su muerte en 1937.
La prensa no trató a los infortunados pasajeros de tercera clase mucho mejor que la naviera. Ningún medio de comunicación importante se preocupó excesivamente de su punto de vista a la hora de escribir la historia de las últimas horas del Titanic. The New York Times sólo entrevistó a dos pasajeros de esta clase dentro de las casi 60 historias que publicó tras arribar a puerto el Carpathia y hablar con los supervivientes. Dos también fueron las historias de pasajeros de entrepuente que incluyó en sus ediciones el New York Herald, que acompañaron a otras 45 de los pasajeros de primera, mayoritariamente, y segunda. La dura realidad no radicaba, exclusivamente, en el clasismo de los editores y de la propia sociedad sino en el nulo interés que los desfavorecidos despertaban entre los lectores.
Las investigaciones posteriores tampoco hicieron excesivo hincapié en el desigual número de muertos en función de la clase en la que se viajara. Los norteamericanos apenas escucharon a tres supervivientes del entrepuente, e incluso dos de ellos dijeron, en el Congreso estadounidense, que a los de tercera se les había impedido llegar a la cubierta de los botes salvavidas... pero nadie protestó excesivamente ni la prensa se hizo eco de tales declaraciones. La investigación inglesa todavía fue más sectaria: la conclusión final señalaba que no había indicios de discriminación en función de la clase en la que se viajaba, dispensando a la compañía de cualquier responsabilidad. Por si acaso, los ingleses ni tan siquiera quisieron escuchar a ningún superviviente del entrepuente.
En lo que sí se pusieron de acuerdo investigadores ingleses y norteamericanos fue encrucificar al capitán Smith, que como la mayoría de los mandos no sobrevivió al naufragio. «Pasando por alto [escribieron] todas las advertencias recibidas, el gran barco avanzaba a gran velocidad a través de un mar plagado de hielo. En la feroz competencia existente entre todas las líneas navieras prevalecía el 'te venceré a toda costa'. Querían ofrecer el servicio de un tren expreso, que se apegara exactamente a los horarios e itinerarios fijados, aunque eso significara atravesar a toda máquina bancos de niebla, campos de hielo o flotas de barcos pesqueros. El Titanic pagó el precio más alto por esta locura».
Entre los medios de comunicación, que desde el nacimiento del Titanic se habían entregado sin disimulo a su grandiosidad, apenas hubo voces críticas a todo lo que rodeó esta tragedia. Prefirieron destacar la literatura que conllevaba —el barco más grande y lujoso de la Historia que se hunde en su viaje inaugural repleto de ricos y famosos tras chocar con un iceberg— que arremeter contra la prepotencia de la naviera, los delirios de grandeza, la ambición desmesurada, el clasismo repugnante, la descarada elección de quién debía salvarse primero... Sólo el escritor Joseph Conrad, autor de 'El corazón de las tinieblas', criticó violentamente, en dos escritos demoledores, todos los desmanes que esta tragedia dejó al descubierto.
Sea como fuere, no hay otro naufragio en la Historia que haya logrado mantenerse a flote 100 años aunque su vida sobre el mar apenas durara cuatro días, 17 horas y 30 minutos aproximadamente. La leyenda del Titanic ha podido con todo, especialmente con el olvido. Y aunque el océano se tragara los delirios de grandeza de una época que tocaba a su fin, la ambición desmedida de una compañía que tenía que haber puesto más botes salvavidas o vendido menos pasajes, las cuentas corrientes que todo salvo la vida podían comprar y los sueños de aquellos que anhelaban alcanzar el Nuevo Mundo en busca de un futuro mejor... Aunque nadie duda de que el océano engullera todo esto y mucho más, lo único cierto es que el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando.

El Titanic nunca visto
por TERESA GUERRERO
Las nuevas tecnologías han permitido, un siglo después del hundimiento, obtener las imágenes que mejor muestran el estado de los restos del 'Titanic', que yacen a 3.800 metros de profundidad en el Atlántico Norte. Las fotografías, publicadas en el número de abril de la revista 'National Geographic', fueron realizadas a partir de miles de imágenes tomadas durante una multimillonaria expedición de la Woods Hole Oceanographic Institution (WHOI).
Durante el verano de 2010, tres avanzados robots submarinos barrieron repetidamente la amplia zona del fondo marino donde se esparcen los escombros (y que ocupa una superficie de cinco por ocho kilómetros). La proa es la parte más grande y la mejor conservada del barco. La popa, muy dañada, es un amasijo de escombros, como se aprecia en otra de las imágenes.
Los científicos de la WHOI tambien han elaborado el primer mapa completo del área del fondo marino en la que hay restos del barco. A primera vista, el área recuerda a un paisaje lunar. «Ahora sabemos dónde está cada cosa», afirma en el reportaje Bill Langue, científico de la WHOI. El mapa, según señalan sus autores, ayudará a los científicos a explorar el área y a protegerla como un sitio arqueológico.
La multimillonaria expedición ha sido financiada por la empresa RMTS, la misma que desde 1987 ha recogido objetos del barco y que ha sido muy criticada por Robert Ballard, descubridor del barco, y por otros oceanógrafos. La compañía ha cambiado de estrategia y desde hace varios años desarrolla proyectos de colaboración con científicos para intentar conservar los restos.


Una 'misión tapadera'
por TERESA GUERRERO | Enviada especial a Londres
El 1 de septiembre de 1985 los oceanógrafos Robert Ballard y Jean-Louis Michellocalizaron los restos del Titanic. Se encontraban a 3.800 metros de profundidad, en las frías aguas del Atlántico Norte. Gracias al robot submarino 'Argo' lograron tomar las primeras fotografías de la zona del naufragio y mostrar al mundo el 'cadáver' del transatlántico que se había convertido en una leyenda.

La búsqueda del Titanic fue, en realidad, una tapadera para una misión secreta del Gobierno de EEUU durante la Guerra Fría. El Ejército intentaba encontrar dos de sus submarinos nucleares, que se habían hundido en el Atlántico Norte: «No queríamos que los rusos supieran dónde estaban las armas, así que necesitábamos una historia. Y dijimos que estábamos buscando el Titanic, pues se pensaba que estaba cerca», explica Robert Ballard durante una entrevista con ELMUNDO.es. Una vez concluida la misión militar, Ballard, que también sirvió en el Ejército estadounidense, dispuso de 12 días para encontrar el barco. Sólo necesitó nueve.

A bordo del Atlantis II, Ballard regresó a la zona el 12 de julio de 1986. En esta ocasión visitó los restos del barco en el sumergible 'Alvin'. Los descubridores del Titanic tuvieron que tomar una decisión ¿Qué hacer con los restos del barco?¿Debían sacarlos a la superficie o conservarlos bajo el agua, como si de un yacimiento arqueológico se tratara? Los oceanógrafos optaron por la segunda opción como muestra de respeto a los fallecidos, pues como subraya Ballard, «se trataba de su tumba». Así que regresaron sin coger ninguna pieza, perdiendo así los derechos sobre los restos del barco. En los años siguientes varias empresas comenzaron a recuperar objetos del Titanic. Algunos se exhiben en exposiciones y muchos otros han sido vendidos a particulares en subastas.

El oceanógrafo estadounidense, que a lo largo de 52 años ha realizado más de 130 expediciones submarinas, confiesa sentirse cansado del Titanic: «Realmente me encantaría encontrar una nave espacial para no tener que volver a hablar de él». Y es que, aunque a lo largo de su carrrera Ballard ha realizado importantes descubrimientos en biología y ha encontrado naves emblemáticas, como el Bismarck, el Lusitania o el Britannia, todos sus hallazgos parecen eclipsados por el Titanic.

«A veces la gente me pregunta cuál va a ser mi siguiente gran descubrimiento. Y yo les respondo que no lo sé. Me gustaría encontrar cosas que sorprendan a la gente, realizar hallazgos que cambien su vida y que queden reflejados en los libros, como cuando descubrí chimeneas geotermales y nuevas formas de vida. Lo que me gusta es bajar y ver lo que hay. Y después, ya se verá si tiene consecuencias arqueológicas, biológicas o geológicas».

Ballard, que ya soñaba de pequeño con convertirse en el capitán Nemo, el protagonista de '20.000 leguas de viaje submarino', se considera «una criatura curiosa que permanentemente se hace preguntas». Para animar a los jóvenes a dedicarse a la exploración, fundó el proyecto Jason. «Siempre les digo a los chicos que sigan su pasión, no la de sus padres o las de sus profesores. Yo he seguido la mía y he tenido que hacer frente a muchos fracasos antes de tener éxito».

Volver, una y otra vez
por TERESA GUERRERO
James Cameron (Kapuskasing, Ontario, 1954) es un auténtico fan del Titanic. Fascinado por su historia, el director de cine se ha sumergido en 33 ocasiones en las aguas del Atlántico Norte para visitar la zona del naufragio, a 3.800 metros de profundidad. Según ha reconocido, la principal razón por la que en 1997 rodó su exitosa película, protagonizada por Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, fue para poder explorar el pecio. Y es que, aunque ha sido el cine el que le ha lanzado a la fama, Cameron se considera, ante todo, un explorador. Una vocación que ha podido desarrollar gracias a la fortuna amasada con cintas como 'Avatar' (2009), 'Abyss' (1989) o 'Terminator' (1984) .
El canadiense ha logrado compaginar la aventura con el cine. Tan pronto está explorando el océano como paseando por la alfombra roja. Lo hemos visto hace sólo unos días. Si el 26 de marzo de 2012 se convertía en el primer hombre en descender en solitario 11.000 metros para llegar a la Fosa de las Marianas, el lugar más profundo del océano —situado en el Pacífico—, al día siguiente se ponía el esmoquin para asistir en Londres al estreno de su nueva versión de 'Titanic'.
Aprovechando el centenario del hundimiento, Cameron ha remasterizado su taquillero filme con efectos 3D para incorporar una tecnología que no estaba disponible en 1997. Con una cuenta corriente tan abultada como su espíritu aventurero, Cameron, explorador residente de National Geographic, no ha dudado en invertir grandes cantidades de dinero para fomentar el desarrollo tecnológico y poder utilizar en sus expediciones potentes submarinos y cámaras de última generación capaces de grabar con nitidez los secretos del océano. Sus trabajos han quedado plasmados en documentales como 'Expedition: Bismarck' (2002), 'Misterios del Titanic' (2003) o 'Aliens of the Deep' (2005).

En sus últimas incursiones en la zona del naufragio, el canadiense ha conseguido fotografiar rincones del transatlántico nunca vistos hasta ahora. Los muestra en 'James Cameron vuelve al Titanic', uno de los tres documentales que National Geographic Channel emitirá en abril de 2012 para conmemorar el centenario. En la cinta, Cameron —que estudió Física en la Universidad de Fullerton (California) pero no llegó a acabar la carrera— presenta también una nueva investigación forense sobre cómo se fracturó el barco. La ha elaborado con la ayuda de un equipo de expertos integrado por ingenieros, arquitectos navales, historiadores y artistas.
Los avances tecnológicos han sido espectaculares desde que en los años noventa visitó por primera vez los restos del pecio para preparar su película. Según recuerda el director, en aquella época utilizó un vehículo dirigido por control remoto bastante rudimentario y de difícil manejo, que fue bautizado como 'Snoop Dog'. Ahora dispone del sofisticado 'Gilligan', que puede manejar por control remoto desde su sumergible 'Mir 1' y que le ha permitido descubrir muchos más detalles.
El barco se hundió durante su viaje inaugural, por lo que su interior apenas fue fotografiado. La mayor parte de las reconstrucciones y de los decorados de las películas se realizaron a partir del Olympic, su buque gemelo. Por primera vez, los entusiastas del caso podrán saber cómo era realmente el Titanic.

¿Sobrevivirá otros 100 años?
por TERESA GUERRERO | Enviada especial a Londres
Más de 20 millones de personas en todo el mundo han visitado la exposición itinerante en la que se exhiben miles de recuerdos del Titanic. La estrella de la muestra, que en la actualidad se encuentra en el Hotel Luxor de Las Vegas, es una enorme pieza del casco de unas 15 toneladas. Todos los objetos fueron rescatados del fondo del Atlántico, donde yacen los escombros del barco desde aquella trágica noche de abril de 1912. Los restos orgánicos se han descompuesto ya pero en el lecho marino se conserva el esqueleto del barco, que quedó partido en dos, y miles de objetos. Desde maletas y zapatos a piezas de cubertería o botellas de champán.

En 1985, 73 años después de su hundimiento, Robert Ballard y Jean-Michel Louisencontraron los restos del Titanic. Los científicos decidieron dejarlos bajo el mar, pues allí reposaban también algunas de las cerca de 1.500 personas que murieron en el naufragio. Sin embargo, algunas empresas vieron muy pronto la posibilidad de hacer negocio y desde 1987 comenzaron a realizar expediciones para retirar objetos.

La primera que lo hizo fue RMST Titanic (RMST), que en 1994 logró que la justicia de EEUU la reconociera como la única que legalmente podría recuperar objetos del barco. Otras expediciones clandestinas están bajando a la zona para robar piezas, como han podido comprobar los científicos en los últimos años. Por no hablar de las inmersiones turísticas para visitar el pecio. El impacto de estos vehículos ya es visible en el fondo marino, según denuncia Robert Ballard en el documental 'Salvar al Titanic'.

La conservación del 'Titanic' es uno de los aspectos que más preocupa a Ballard, explorador residente de National Geographic. «Nosotros abrimos la caja de Pandora», admite el oceanógrafo, que reclama que el lugar sea considerado un sitio arqueológico. «Es como un museo con las puertas abiertas y sin vigilante», denuncia.

El gran obstáculo para llegar a un acuerdo internacional que garantice la protección de los restos «antes de que sea demasiado tarde» es el lucrativo negocio que representa.El Titanic sigue causando fascinación y cualquier objeto que se pone a la venta encuentra un generoso comprador. El mercado negro y las subastas de recuerdos están alentando el robo de piezas del fondo marino.

El documental 'Salvar al Titanic' comienza con una visita a los astilleros de Irlanda del Norte en los que 10.000 personas trabajaron para construir el barco. La cinta reconstruye lo que ocurrió durante aquella travesía y rinde homenaje a los nueve hombres que formaban parte del llamado 'equipo de garantía'. Nadie mejor que ellos conocía las entrañas del Titanic. Encabezados por Thomas Andrews, el arquitecto que diseñó el barco, hicieron todo lo posible por salvar la nave y al mayor número posible de pasajeros. Los nueve murieron, aunque más de 700 personas lograron sobrevivir. Ballard se ha entrevistado también con los descendientes de estos nueve hombres. Todos ellos desean que los restos del barco permanezcan bajo el mar.

La UNESCO ha decidido declarar la zona del naufragio Bien del Patrimonio Cultural: «Al haber transcurrido 100 años, los estados parte de la Convención [de 2001 para la protección del patrimonio subacuático] podrán prohibir la destrucción, el pillaje, la venta y la dispersión de objetos hallados en el 'Titanic' (...) Podrán también tomar todas las medidas a su alcance para proteger el pecio y hacer que los restos humanos hallados en su seno reciban un trato digno».

Millonarios, una orquesta y una trágica profecía
por MIGUEL ÁNGEL MAJADAS
Cien años después del hundimiento del Titanic siguen surgiendo mitos y leyendas acerca de la tragedia. Muchas de ellas sobre las 2.224 personas que iban a bordo aquella fatídica noche. Cada pasajero tiene su historia y todas tienen su interés. Unas aún se recuerdan, otras permanecen a 3.800 metros de profundidad. Y todas ya son Historia: Millvina Dean, la última superviviente del Titanic, murió en mayo de 2009, a los 97 años. Era un bebé de meses cuando embarcó con su hermana y sus padres en tercera clase, camino de una nueva vida en América que se truncó en alta mar (las tres mujeres subieron a un bote, pero el padre pereció y ellas regresaron a Reino Unido).
La fatalidad del Titanic comienza con una novela, 'Futility' (Vanidad), escrita 14 años antes de que el enorme buque navegara hasta su final. Su autor, un oscuro escritor llamado Morgan Robertson, describía las peripecias de un barco llamado casualmente 'Titan', considerado insumergible. Si no es suficiente esta asombrosa coincidencia, el libro describe a sus ocupantes como gente rica, que disfruta de un feliz viaje a bordo, hasta que el trasatlántico choca una noche de abril con algo parecido a un iceberg muriendo ahogados sus tripulantes. Ni que decir tiene que tras el desastre, la obra de Robertson fue ampliamente difundida al ser considerada como una trágica profecía para aquel barco que osaría desafiar a los mares.
Lo que más impresionaba —y que todos recordamos por la película que dirigió James Cameron— esla enorme escalinata con su inmensa cúpula de cristal. Los pasajeros de primera clase podían elegir los estilos decorativos para sus camarotes y disfrutar durante la travesía de gimnasio ypiscina. Casi todos los supervivientes destacarían tras su rescate el olor a recién pintado del barco. Para la enorme travesía se cargaron 34.000 kilos de carne fresca, 5.000 kilos de pescado y 3.200 de marisco. Además de sus más de 5.000 botellas de selecto champán. Los de primera clase estaban separados de los de tercera por unas verjas metálicas que en la noche del naufragio aisló a los camarotes inferiores, convirtiendo esa zona en una enorme ratonera para los pasajeros más humildes. La legislación norteamericana había obligado al armador a instalar esas verjas para evitar la inmigración ilegal en el puerto de Nueva York.
Una de las mayores leyendas de la catástrofe del Titanic nos habla de su orquesta. Cuando el buque comenzaba a hundirse, los ocho miembros de la banda, dirigidos por Wallace Hartley, se situaron en el salón de primera clase en un intento de hacer que los pasajeros conservaran la calma. La banda no dejó de tocar y cuando el barco hacía aguas, los músicos se trasladaron a la cubierta, donde se procedía a embarcar a los pasajeros en los botes salvavidas. Ninguno de los miembros de la orquesta sobrevivió y aunque no hay certeza sobre la última melodía que tocaron, algunos testigos aseguraron que fue 'Nearer to Thee, my Lord' ('Más cerca de ti, Dios mío').
A bordo del Titanic se encontraban las grandes fortunas del momento. El multimillonario John Jacob Astor IV, que había embarcado con su esposa en el puerto de Cherburgo (Francia), ostentaba el honor de ser la persona más rica del gran transatlántico. Acompañaban al matrimonio un criado, la doncella y una enfermera particular. El rico constructor moriría y su esposa Madeleine sobrevivió al desastre. También embarco en Cherburgo Benjamin Guggenheim 'el rey del cobre', quinto hijo de Meyer Guggenheim, emigrante suizo que construyó su imperio gracias al negocio minero. Viajaba con su amante. Su mayordomo no permitió que se le despertara aquella noche fatídica. No sobrevivió. En Southampton embarcaron Isidor Strauss y su esposa, Ida, la segunda mayor fortuna a bordo. Él era el propietario de los almacenes Macy's. Murieron los dos. Aunque la evacuación del barco comenzó por mujeres y niños, Ida se bajó de un bote porque se negó a abandonar a su marido: «Hemos vivido muchos años juntos; a donde vayas, yo voy».
George Widener, primogénito del magnate de los tranvías de Filadelfia Peter Widener, viajaba con su esposa, Eleonor. El presidente de la White Star y armador del Titanic, Bruce Ismay, también se encontraba a bordo. En la lista de pasaje se encontraba Margaret Tobin, conocida posteriormente como Molly Brown. Su riqueza provenía de su esposo Jim Brown, quien descubrió oro en una mina, cambiando sus vidas por completo y pasando a codearse con la familia Astor. Molly Brown, que viajaba sin su marido, se salvó a bordo del bote número 6.
Los pasajeros de primera tuvieron el privilegio de conseguir plaza en los primeros botes. A la 01.00 horas, el bote número 3 partió con 40 personas. Diez minutos más tarde descendía otro con tan sólo 12 pasajeros frente a los 40 que se estimaba eran la capacidad de cada uno de los botes. La prensa lo bautizaría como «el bote de los millonarios». Los ocupantes de la embarcación eran Sir Cosmo Duff, su esposa, la doncella-secretaria de ésta, dos hombres de negocios y siete tripulantes, a quienes Sir Cosmo prometió retribuir espléndidamente una vez llegaran a Nueva York, tal y como se relata en el libro 'Pasajeros del Titanic. El último viaje de Ramón Artagaveytia', de Josu Hormaetxea. El buque no disponía de suficientes balsas salvavidas para evacuar a todos los pasajeros y la tripulación nunca había sido entrenada para enfrentarse a un previsible desastre. La helada temperatura del agua sólo permitiría sobrevivir un máximo de 15 minutos a aquellos que no hubieran conseguido plaza en un bote. La mayoría de los fallecidos pertenecían a la tercera clase.
Un kilo de 'toffes'
La búsqueda del pasajero que había comprado un kilo de 'toffes' en una conocida pastelería de la Gran Vía de Bilbao llevó a Josu Hormaetxea a investigar el naufragio del Titanic. Siendo aún un adolescente leyó en un periódico esta anécdota y se hizo con la lista de pasajeros para averiguar la identidad de la persona que había comprado esa caja de caramelos. Muchos años de investigación le han llevado a publicar este libro que desgrana los orígenes y curiosidades del trasatlántico hasta su dramático final. Hormaetxea relata otras muchas curiosidades, como la historia de los hermanos Alfred, Bertram y Thomas Slade, bomberos que antes de embarcar estuvieron bebiendo pintas de cerveza en el pub 'The Grapes', en el puerto de Southampton. El oficial se negó a permitirles subir a bordo en su estado de embriaguez. El alcohol salvó sus vidas.
El escritor destaca que el hundimiento aún atrae a la opinión pública, 100 años después, «porque el Titanic era todo un símbolo del fin de una época. Considerado insumergible, en su viaje inaugural se fue al fondo. Le tenemos tan presente que cuando se ha hundido recientemente el Costa Concordia, hemos buscado similitudes con aquella tragedia». Hormaetxea recuerda que aunque al Titanic le faltaban botes salvavidas, cumplía todas las normativas, «porque el criterio de la época no era considerar el número de pasajeros, sino la cantidad de toneladas que desplazaba».
Con 2.224 pasajeros a bordo, las historias de supervivencia son tan dispares como la que vivió el mexicano Manuel Urruchurtu a punto de descender al agua en el bote número 11. Una pasajera, Elizabeth Ramell, rogaba al oficial al mando que le permitiese subir, ya que su esposo y su hijo la esperaban en Nueva York. Urruchurtu cedió su sitio a la mujer a cambio de que cuando llegara a tierra visitara a su esposa en México. Años más tarde se comprobó que Ramell ni estaba casada ni tenía hijos. Lo que sí hizo en 1924 fue cumplir la promesa que le había hecho a su salvador.
Otro nombre para el recuerdo es el de Ramón Artagaveytia, que da título al libro de Hormaetxea, un ciudadano uruguayo con ascendentes vascos que viajaba en primera. Artagaveytia aguantó durante horas sobre una hamaca que hizo las funciones de balsa, como se demostraría más tarde al ser rescatado su cuerpo y comprobar que su reloj marcaba las 4.53 de aquel 15 de abril de 1912. La hora señalaba cuándo se detuvieron la maquinaria y su corazón, pues está demostrado que el Titanic se hundió a las 02.20 de la madrugada del 15 de abril.
Los españoles Víctor Peñasco y Castellana y María Josefa Pérez Soto viajaban, con su criada, en primera clase. Disfrutaban de su luna de miel, que duraba ya 17 meses cuando embarcaron en Cherburgo. Cuando Josefa, su marido y su criada se disponían a montar en el bote número 8, Víctor cedió su asiento a una mujer con un niño en brazos. Josefa no le volvería a ver. A Josefa no se le borró nunca la imagen de «aquel coloso iluminado que iba hundiéndose». Recordó años más tarde cómo desde su bote se oía aún a la orquesta tocar y vio saltar entre un inmenso griterío a las últimas personas que quedaban a bordo. Ella y su doncella fueron recogidas por el 'Carpathia'. El cadáver de Víctor nunca aparecería y, según las leyes de la época, no se podría declarar su muerte hasta 20 años después de su desaparición. La joven viuda de 23 años no podría heredar ni casarse hasta los 43. Se cuenta que varios parientes 'compraron' uno de los cadáveres que aparecerían meses después flotando en la zona de la tragedia y que fue 'reconocido' por la doncella. Josefa rehizo su vida: se casó en 1918 y falleció en 1972. Tenía 83 años.


Titán, Titanic
por F.B.
'The Wreck of the Titan' o 'Futility' (que acaba de editar en España Nórdica Libros) es el título de un libro que escribió Morgan Robertson en el que se cuenta la historia de un transatlántico, el más grande y lujoso de la época, que se hunde después de chocar con un iceberg en el Atlántico Norte en su viaje inaugural entre Nueva York y Southampton. El Titán de Robertson solo disponía de 24 botes salvavidas que apenas tenían cabida para menos de la mitad de las 2.500 personas, pasajeros y tripulación, que iban a bordo, y entre las que se encontraban algunas de lasgrandes fortunas del planeta y una importante representación de lo más selecto de la alta sociedad inglesa y estadounidense.
Todo esto nos parecería un guión nada original sobre el hundimiento del Titanic, si no fuera porque Robertson escribió 'The Wreck of the Titan' en 1898, es decir: 14 años antes de que el 15 de abril de 1912 el Titanic, el transatlántico más grande y lujoso de la época, se hundiera en su viaje inaugural entre Southampton y Nueva York tras haber chocado con un iceberg en el Atlántico Norte.
Las similitudes entre uno y otro barco van más allá de lo que pueda imaginarse. Como ya hemos dicho ambos naufragaron en su viaje inaugural; ambos fueron calificados por sus constructores como insumergibles e indestructibles; ambos tenían un tamaño muy parecido: 267 metros el real y 244 metros el imaginario; los dos portaban tres hélices y dos mástiles; en ambos casos también se había utilizado en su construcción un sistema de compartimentos estancos semejante; los dos emprendieron su primer y único viaje en abril; el Titanic tenía 20 botes salvavidas por 24 del Titán y en ambos casos su capacidad apenas servía para acoger a la mitad del pasaje; el primero golpeó con el iceberg cuando viajaba a una velocidad de 23 nudos, mientras que el segundo lo hizo a 25; ambos se hundieron aproximadamente 600 kilómetros al sur de Terranova.
También existían, todo hay que contarlo, algunas diferencias entre las dos tragedias, fundamentalmente tres: el Titanic golpeó el iceberg en perfectas condiciones de navegación, mientras que el Titán lo hizo en condiciones climatológicas adversas; en el primero se salvaron 711 personas y en el segundo apenas 13; el barco real navegaba de Europa a Estados Unidos, mientras que el literario lo hacía en sentido inverso.
Robertson se educó en una época en la que el Reino Unido controlaba una cuarta parte del mundo y le embargaba un cierto desdén yanqui hacia los británicos del Imperio, de los que no se fiaba en absoluto. Eso se traduce en su novela de forma bastante clara. Para el autor, que escribía en las postrimerías de la era victoriana, el insumergible Titán es un símbolo de orgullo desmedido y, al igual que en el Titanic, quedan patentes las divisiones sociales tanto de finales del siglo XIX como de principios del XX.
«'The Wreck of the Titan' es más que una curiosidad —escribió el editor Simon Hewitt en 1998 cuando Simon & Schuster reeditó el libro coincidiendo con su centenario— y en cuanto a su asombrosa premonición del Titanic, nadie puede decir a ciencia cierta si se trata de una extraña serie de coincidencias o si lo que actuó ahí fue algo mucho más enigmático».
No es la del Titán Titanic, la única premonición de la literatura de este autor. También escribió otra novela titulada 'Más allá del espectro' en la que pronosticó una futura guerra entre Estados Unidos y Japón, que arrancaría con un ataque marino por sorpresa de los asiáticos a instalaciones norteamericanas. Sería otro guión escasamente original de lo sucedido en Pearl Harbor, si no fuera porque se escribió 27 años antes, en 1914, un año antes de morir por sobredosis de protiodide, yoduro de mercurio.
El cuerpo de Morgan Robertson se encontró delante de una ventana abierta por la que, presumiblemente, estuvo mirando al mar hasta que sus ojos se cerraron definitivamente.

«Estamos rodeados de hielo»
por VIRGINIA HERNÁNDEZ
¿Una maldición? ¿Un desafío del Altísimo por aquello de que ni Dios podría hundirlo? ¿Un plan para segar la vida de varios millonarios incómodos? Como todos los sucesos convertidos en leyenda, el hundimiento del Titanic se ha aderezado con multitud de detalles novelescos muy alejados de lo ocurrido. La realidad fue mucho menos literaria. El trasatlántico se hundió por una cadena de errores humanos, según las conclusiones de la multitud de investigaciones en torno al célebre accidente. Varios barcos avisaron al emblema de la White Star de las enormes placas de hielo y de los amenazantes icebergs presentes en el recorrido del buque. Pero la necesidad de batir un récord y la confianza en el barco insumergible dejó sordos a los hombres que estaban a los mandos. Había que llegar a Nueva York en menor tiempo del que lo había hecho la competencia.
«Fueron errores humanos, del mismo modo que ocurrió recientemente con el Costa Concordia», explica Hugh Brewster, autor de varios libros sobre el Titanic y uno de los colaboradores de Ballard tras la histórica misión de 1985. «El barcó fue muy rápido en un área en la que sabían que había varios icebergs. Los puestos de vigía tenían que haber controlado las masas de hielo y así poder evitarlas», recuerda, aunque reconoce que el hundimiento en sí fue una «terrible casualidad». El iceberg destrozó uno de los lados y «abrió más compartimentos estancos de lo que hubiera sido normal en cualquier colisión marítima», lo que provocó el hundimiento en sólo tres horas.
Brewster, eso sí, rememora en su libro 'El final de unas vidas doradas' (Lumen) varios de los supuestos malos farios: James Dobbins, el empleado de los astilleros que murió al día siguiente de la botadura, por las heridas causadas al aplastarle el casco una de las piernas; la rica viuda Emma Bucknell, de entonces 59 años, que confesó que tenía el presentimiento de que algo malo iba a ocurrir, o los temores de Edith Rosembaum, de 33, que al llegar a Cheburgo (Francia) envió un telegrama a su secretaria para contarle sus miedos sobre el Titanic. Se planteó cambiar su billete, pero no daba tiempo, antes de zarpar, a sacar los baúles en los que transportaba los costosos trajes adquiridos en París para vender en Nueva York, y prefirió viajar con ellos.
Más peliculera aún es la leyenda de una momia maldita que iba en las bodegas (el rumor viene de la conversación de un pasajero sobre un sarcófago del Museo Británico con mala fama) o lapredicción de un adivino a Alice Fortune, una de las pasajeras, de 24 años, durante su estancia en El Cairo: «Estás en peligro cada vez que viajas por mar, veo que vas a la deriva en un bote por el océano. Lo perderás todo menos la vida. Te salvarás, pero otros morirán».
El brujo no dijo nada de unos prismáticos guardados en un cajón, que debían haber estado bien a mano en el puesto de vigía. A última hora, la compañía decidió que fuera Henry Wilde, del buque hermano Olympia, el oficial jefe del Titanic. El que en teoría iba a ser el segundo abandonó el barco y dejó los prismáticos bajo llave. Nadie sabía dónde estaban ni tampoco pareció preocuparles. Como tampoco le asustó al operador Jack Phillips el mensaje que llegó del carguero Mesaba en el que se avisaba de «grandes icebergs». Él siguió trasmitiendo la correspondencia de los pasajeros. Otra advertencia, del Californian, llegó una hora antes del choque. Ellos habían decidido parar por el peligro y comunicaron con el Titanic: «Escuche, nos hemos detenido, estamos rodeados de hielo». Phillips pidió que no se lo molestase, porque estaba ocupado con los mensajes. El Californian apagó la radio porque sus ocupantes se echaban a dormir (entonces no era obligatorio que estuviera 24 horas en marcha). Ya no pudieron volver a comunicar con éste, ni siquiera tras el accidente para pedir ayuda.
El número de botes salvavidas también fue una cuestión peliaguda, pero lo cierto es que el Titanic llevaba incluso más de los reglamentarios. La Oficina Británica de Comercio estipulaba que para un barco de su tamaño, con una capacidad de 3.547 personas, había que tener 16 botes, en los que se podría rescatar a 962 pasajeros. El Titanic tenía cuatro más, para un total de 1.178 ocupantes, aunque no todos fueron llenos. En el barco iban 2.224 personas. Tras el accidente, la norma cambió y se impuso a los buques llevar los botes para salvar a todo el pasaje y la tripulación.

El capitán de los millonarios
por RAQUEL QUÍLEZ
Era el capitán más prestigioso de la White Star Line. 35 años en la compañía y ni una mácula en el curriculum. A Edward J. Smith (1850-1912) le llamaban el 'capitán de los millonarios'. Más de uno afirmó que no cruzaría el Atlántico si no era con él. Por eso la naviera le puso al frente de los grandes buques: sus dotes de relaciones públicas eran garantía de buenas veladas y su destreza en la cabina, de seguridad para llegar a puerto... Hasta que el hielo se cruzó en su camino. Ésta es la historia del hombre que guiaba los designios de la máquina más poderosa de su tiempo. ¿Tuvo alguna responsabilidad en su debacle? ¿Gestionó de forma correcta el accidente?
El 'capitán de los millonarios' nació en una familia humilde de la Inglaterra industrial (Stoke-on-Trent). Reacio a seguir la tradición alfarera, miró al mar y a los 19 años se embarcó como aprendiz en un velero. Una década después —1880— ingresó en la White Star como oficial. Y comenzó su ascenso. Entre 1895 y 1904 fue capitán del SS Majestic y transportó tropas para la Guerra de los Boers obteniendo el título de comandante honorario de la Royal Naval Reserve. En 1910, ya era el mejor valorado y comenzaron a encargarle los viajes inaugurales de los grandes barcos. Su reputación se disparaba al tiempo que ascendía en el escalafón social. Antes de capitanear el Titanic, comandó el Republic, el Coptic, el Majestic, el Baltic, el Adriatic y el Olympic, y se había mudado con su mujer y su hija a una imponente mansión en Southampton —sus honorarios rondaban las 1.250 libras al año más 200 dólares de un bono por no sufrir accidentes—. Cuando se subió al Titanic tenía 62 años. Mucho se ha especulado con que sería su última travesía ya que pensaba jubilarse después, pero ese extremo nunca se confirmó.
Smith fue un capitán mediático; los periódicos le requerían y él regalaba sus hazañas. «No puedo imaginar ninguna condición por la que un barco actual pueda hundirse», llegó a decir en una entrevista, y reconoció en privado que los transatlánticos llevaban pocos botes porque la compañía, convencida de su seguridad, prefería ahorrar en ese campo. La White Star Line lanzó una gran campaña de propaganda con el Titanic y él formaba parte de la fórmula para hacer atractivo el negocio. Incluso salió a recibir a los pasajeros ilustres.
El 12 de abril de 1912, dos días después de zarpar, comenzó a recibir avisos de grandes bloques de hielo en su ruta. Smith ordenó navegar 16 millas más al sur para bordearlos, pero dos días después la situación se había complicado y algunas fuentes aseguran que se reunió con el presidente de la compañía, Bruce Ismay, para plantearle reducir la velocidad. La orden fue mantenerla; querían conseguir una buena marca en el viaje. La fatídica noche del 14 de abril, Smith participó en una cena organizada en su honor por los Wideners, una familia de millonarios de Filadelfia estrechamente vinculada al banco que financió el Titanic. En esa mesa estaba la élite económica de la sociedad de la época, pero Smith, inquieto por la ruta, se retiró pronto: fue a la cabina a valorar la situación y se marchó a su camarote. A las 23:40 el Titanic chocó contra un iceberg y empezó a inundarse. Smith ordenó parar las máquinas y junto a su constructor, Thomas Andrews, el carpintero Thomas Hutchins y el primer oficial William Murdoch salió a hacer una inspección. Veredicto: el buque invencible se hundiría en unas horas. Smith ordenó enviar señales de auxilio.
Es entonces cuando su historia se cruza con la de otro capitán al que el accidente también llevó a la Historia: Stanley Lord, al frente del Californian, un buque mixto de carga y pasaje —iba sin pasajeros— que permaneció en las inmediaciones del Titanic, pero no acudió en su ayuda hasta que ya era tarde —llegó sobre las 8:30 de la mañana, cuando el Carpathia ya se retiraba con cerca de 700 rescatados—. Experimentado, Stanley Lord tenía 35 años y llevaba 20 en el mar —incluso había rechazado una plaza en la White Star—. Él afirmó que se encontraba a más de 20 millas del Titanic y no vio las señales luminosas de alarma. Sin embargo, la Comisión Informativa británica determinó su responsabilidad y se le pidió renunciar. Aunque no fue el fin de su carrera en el mar — le contrataron otras compañías y obtuvo muchas felicitaciones por su labor en la I Guerra Mundial—,murió a los 84 años con la sombra de la duda aún sobre su persona.
No ocurrió lo mismo con Smith, a quien las actas de la investigación eximieron de responsabilidad en lo ocurrido. Los testimonios de los supervivientes describen a un capitán que no perdió la calma: dio instrucciones para ocupar los botes —«Las mujeres y los niños primero» a estribor; y «Sólo mujeres y niños» a babor—, y hubo quien le recordó nadando para subir a un niño a un bote o sobre el puente de mando esperando su destino. No intentó salvarse por encima del resto.
A las 2:20 de la mañana, el Titanic se hundió. Y con él, la leyenda. Nunca se identificó su cuerpo. Un siglo después, en el Beacon Park de Lichfield se erige un monumento en honor: «En memoria y ejemplo de un gran corazón, una vida brava y una muerte heroica». Ahí queda su legado.

Aquella fastuosa última cena
por FERNANDO POINT
No hay un menú más famoso en toda la Historia de la navegación comercial que el que se sirvió para la cena del 14 de abril de 1912 en el Titanic, horas antes de su trágico fin. En realidad, esa noche se sirvieron cuatro cenas a bordo, pero la histórica, la glosada hasta en un pequeño pero enjundioso libro ('The Last Dinner on the Titanic', de Rick Archibald, Madison Press Books, Toronto, 1997), fue la del comedor de primera clase, con un fastuoso menú diseñado por el cocinero más famoso e influyente de aquella época, Auguste Escoffier.
Los pasajeros de primera, que había pagado cerca de 100.000 euros al cambio actual por el privilegio de aquel viaje inaugural, se dividieron en dos aquella noche: una fiesta privada en el restaurante 'à la carte', y el resto en el comedor que aparece como 'privé' en los documentos y menús, pero que era en realidad el gran salón: ése ha sido el más reseñado. Pero también en segunda clase hubo un muy apreciable menú (redactado en inglés y no en el francés entonces obligatorio en todas las grandes mesas), y hasta en las profundidades del puente F, donde viajaban en condiciones espartanas los emigrantes de tercera clase hacia América, se servía una merienda-cena correcta, a base de rosbif y 'plum pudding': la White Star se esforzaba por tratar a los viajeros más pobres mejor que otras navieras.
El menú de primera, absolutamente excesivo en cantidad y variedad —cada uno de los 10 servicios constaba, no de un solo plato, sino de hasta tres con sus acompañamientos— no es tan chocante si se examina plato por plato: no hay ya esas imposibles piezas montadas de la cocina decimonónica de Antonin Carême, sino recetas apetitosas, con relativamente pocos ingredientes, producto de la modernización de la 'grande cuisine' que desarrolló y reglamentó Escoffier, primero en su Francia natal y luego desde su base operativa del Hotel Savoy de Londres: desde allí asesoró, entre otras, a la White Star. Es lo que hemos conocido como 'grande cuisine', y resistió incólume hasta que la 'nouvelle cuisine', alrededor de 1970, vino a depurar un poco más aún técnicas y sabores.
El tono muy francés de este menú no impide —Escoffier sabía bien lo que era trabajar para una empresa británica— la presencia de platos bien británicos, en particular el salmón 'poché', el eterno cordero con salsa de menta y, cómo no, el rosbif de lomo de buey. No han quedado, que sepamos, datos de los vinos que se sirvieron, sin duda todos franceses salvo algún oporto.
Dicho esto, fueron muchos los banquetes igual de fastuosos en aquella época feliz y plutocrática, antes de la Gran Guerra. Pero las últimas comidas de quienes van a morir siempre han fascinado, morbosamente, más que cualquier otro ágape, y muchos de quienes disfrutaron este menú no vieron la luz del día 15 de abril. Y, más aún, la gran mayoría de los cocineros, pinches y camareros perecieron también.

La verdad detrás de la leyenda
por JOSÉ FAJARDO
La banda del Titanic como símbolo de nobleza y heroísmo es un icono a la altura de la resistencia numantina o de la legendaria fuerza hercúlea. Muchos son los artistas que se han apoderado de la leyenda de aquellos músicos que siguieron tocando hasta que las aguas se tragaron el barco. Es el caso del disco que Sabina y Joan Manuel Serrat han publicado este año al alimón, con el inequívoco título de 'La orquesta del Titanic'. «Es una metáfora porque nosotros también seguimos cantando en un mundo que se está hundiendo», han declarado. El cine, el teatro y la literatura también se han inspirado en aquel acto de valentía en medio del horror y el caos que debía reinar en cubierta. Pero, ¿quiénes eran aquellos músicos? ¿Qué repertorio interpretaron? ¿Es cierta la leyenda? Y, si es así, ¿por qué prefirieron seguir actuando en lugar de salvar el pellejo?
La música como bálsamo ante la catástrofe
Cuando se produjo la colisión con el iceberg, a las 23.40 horas del domingo 14 de abril de 1912, muchos pasajeros ni siquiera se percataron del choque, dormidos plácidamente en su camarote. La mayor parte de la tripulación se había retirado a sus aposentos después de la cena, ya que ese día no había baile y la orquesta había terminado su jornada. Pero los músicos fueron de los primeros miembros de la tripulación en actuar frente al desastre. Según se recoge en el volumen de Geoff Tibballs 'El Titanic: La extraordinaria historia del barco a prueba de naufragios' (Club Internacional del Libro, 1997), poco después de medianoche el violinista británico Wallace Hartley, de 33 años, se aposentó en la entrada delantera de primera clase con sus siete músicos para calmar a los pasajeros que empezaban a inquietarse. Cuenta la leyenda que algunos perdieron un tiempo valioso para alcanzar alguno de los botes salvavidas, ensimismados ante las canciones de la banda. Lo que sí es cierto es que muchos encontraron allí el consuelo que otros buscaban en los religiosos que había en el barco.
Valses, Strauss, Gilbert y Sullivan… y mucho 'ragtime'
A la 1.15 horas, el Titanic dio un repentino bandazo que aumentó la inclinación de la cubierta hasta hacerla casi inestable. Sin embargo, la banda seguía tocando, con una dignidad irreprochable. Sonaban 'quicksteps', marchas, valses y, en definitiva, una selección de la música popular del momento que iba de Strauss a Gilbert y Sullivan o 'ragtime', el sonido de moda, un ritmo para piano bailable y alegre que más tarde inspiraría a figuras del jazz como Fats Waller, Willie 'The Lion' Smith, Count Basie o Duke Ellington. El libro 'Titanic: El final de unas vidas doradas' (Lumen, 2012), escrito por el experto en la tragedia Hugh Brewster —su trabajo junto a Robert Ballard en 'The Discovery of The Titanic' sirvió de inspiración a James Cameron para su película—, coincide en apuntar que aquella noche sonaron temas ligeros y festivos como 'Alexander’s Ragtime Band'.
La última pieza, ¿una bonita mentira?
No cabe duda de que la música también ayudaba a silenciar los alaridos de pavor. «Poco a poco, el Titanic se fue a pique y durante tres horas se oyeron gritos de angustia. Había momentos en que se calmaban y pensábamos que todo había terminado, pero al instante siguiente reaparecían con acentos todavía más angustiosos», explicaba el escultor francés Paul Chevre, uno de los supervivientes. En el citado libro de Geoff Tibballs se cuenta que a las 2.10 horas, el director de la banda 'liberó' a sus músicos. Sin pestañear un instante, los siete miembros restantes siguieron en su puesto. Se ha especulado con que la última canción que sonó pudo ser el himno 'Autumn' o 'Nearer, My God, to Thee'. En cualquier caso, y como bien apunta Tibballs, debió ser una melodía que los músicos conocieran bien, pues ya no había luces y el barco estaba totalmente inclinado.Cualquiera que estuviera en aquel momento allí no pudo sobrevivir. Así vendió la historia la prensa anglosajona al día siguiente y así es como hoy la recordamos, aunque, como señala la obra de Brewster, «las historias del fatalismo heroico en el trasatlántico que se hundía forman parte de la mística del Titanic, pero es posible que muchas no sean del todo auténticas».

Pequeñas historias en un gran relato
por VIRGINIA HERNÁNDEZ
El Titanic fue bautizado como el 'insumergible' y, a pesar de la tragedia del gran coloso, el calificativo no resultó tan desafortunado como pareció tras su hundimiento. La historia del trasatlántico más lujoso, del orgullo de la White Star, fascina desde que se recibieron los primeros mensajes de auxilio por el accidente. El tiempo no ha enterrado ni en 100 años su relato ni el de los supervivientes. Ni la trayectoria previa de las víctimas ni las circunstancias que lo rodearon. El escritor y editor canadiense Hugh Brewster colaboró con el explorador Robert Ballard en la compilación de fotografías y grabaciones tras la misión de 1985 (la del descubrimento de los restos del naufragio) y, desde entonces, ha publicado tres títulos sobre la tragedia. El último, 'El final de unas vidas doradas' (Lumen), rescata la memoria de muchos de los orgullosos pasajeros que pagaron una cantidad astronómica por estrenar uno de los hitos de la navegación.
Brewster nos habla del artista Frank Millet, amigo de Mark Twain y artífice de la Ciudad Blanca de la exposición universal de Chicago, y del colaborador militar de la Casa Blanca Archie Butt, ayuda personal de los presidentes estadounidenses Theodore Roosevelt (1901-1909) y William H. Taft (1909-1913). De la diseñadora Lady Duff Gordon y su marido, el barón Sir Cosmo Duff. DeJohn Jacob Astor VI y su jovencísima esposa Madeleine, de los españoles Víctor y Pepita Peñasco, en una luna de miel de varios meses, y hasta del banquero J.P. Morgan: el millonario, uno de los grandes accionistas de la naviera, cambió el viaje inaugural del Titanic por pasar unos días con su amante en un balneario del sur de Francia.
«La historia del Titanic se ha escrito muchas veces y yo quería darle una nueva perspectiva», nos explica Brewster sobre la razón de centrarse en las vivencias de unos pocos. Junto a sus paseos, sus partidas de cartas y, por supuesto, la elección de los trajes que las damas iban a lucir en las cenas, incluye los datos sobre el naufragio que se han conocido en las indagaciones de los últimos años. Pero, ¿por qué nos fascina tanto el Titanic? «Llama la atención de gente de todas las edades. El mayor barco del mundo, el insumergible, que se hunde en su viaje inaugural. Si no hubiera ocurrido, habríamos tenido que inventarlo», asegura este autor, quien tiene sus preferencias entre los protagonistas de su libro, de los que da abundante documentación. «Millet y su amigo, Archie Butt, fueron hombres bastante conocidos pero han sido casi olvidados. Mucho antes habían tenido un romance homosexual y mantuvieron la amistad». Los dos murieron.
También se decanta por los Duff Gordon: Lucille, la esposa, fue una de las 'agujas' más famosas de su día. «Ella se crió en mi tierra, en Guelph (Ontario). Se fue a Inglaterra, donde se casó con un barón y se convirtió en la diseñadora más exitosa. Fue la mujer que creó los pases de modelos y acuñó la palabra 'chic'». El matrimonio sobrevivió pero fue blanco de las críticas y vilipendiado por la manera en la que esquivaron la muerte. «En su bote fueron 11 personas cuando hubieran cabido 45. Fue un escándalo y Sir Cosmo fue tachado de cobarde por no volver a rescatar a los que estaban en las aguas heladas. Arruinó su vida». Los vestidos de ella siguieron deslumbrando, aunque la moda prefirió la comodidad y sus satenes dejaron de reclamarse.
A Brewster, Ballard le inyectó con sus imágenes una pasión que ha seguido alimentando con su investigación y con lo que él llama «el extraordinario círculo de personas dedicadas al estudio del Titanic». Pero, recuerda, el interés por el mar comenzó bastantes años antes. Él emigró en un barco de Escocia a Canadá cuando tenía seis años. Como muchos de los pasajeros del Titanic pensaban hacer con Nueva York «Cruzar el oceáno fue la gran experiencia de mi juventud que nunca he olvidado. A los 12, vi la película 'A night to remeber' (1958) y me atrapó». Como a muchos otros. Porque el Titanic, el 'insumergible', conserva su influjo un siglo después.

Españoles en el barco de los sueños
por JAVIER REYERO *
El 10 de abril de 1912, diez españoles se encontraban a bordo del Titanic cuando la mayor obra de la ingeniería móvil diseñada hasta entonces se hacía a la mar. ¿Cuántos perecieron en el desastre? ¿Cuántos lograron salvarse y cómo lo hicieron? ¿Qué les llevó en cada caso a realizar la travesía inaugural y única del que fuera llamado en su tiempo «el barco insumergible»? ¿Qué fue de los supervivientes? ¿Superaron la tragedia en algún momento de sus vidas?
Entre ellos estaba María Josefa Peñasco, en cuyo bote se encontraba también la condesa de Rhotes. Josefa, o Pepita como la llamaba su marido, había dejado en la cubierta del Titanic a Víctor Peñasco, con quien se había casado año y medio antes. Estaba tan afligida que la condesa de Rhotes intentó consolarla empleando unas pocas palabras en italiano. Durante mucho tiempo se pensó que en ese bote no estaban Josefa y su doncella Fermina, sino dos súbditas italianas.
El Titanic era una ciudad flotante en la que se entrecruzaban muchos personajes que tuvieron una relación directa con los españoles. Allí hubo de todo: héroes, cobardes, seres generosos, ventajistas, pusilánimes, intrépidos, mujeres nacidas para el liderazgo o caballeros que lo fueron hasta por la forma de morir. En el Titanic viajaban cuatro españoles en primera clase, cinco en segunda y ninguno en tercera clase. El décimo compatriota formaba parte de la dotación del servicio de cocinas y restaurantes. Un personaje desconocido hasta ahora.
El buque contaba con un restaurante que habría sido el mejor de la época, pero sólo estuvo abierto durante cinco días. En la empresa encargada de la contrata de los restaurantes trabajaba Juan Monros. No sabía nada de restauración pero había logrado un puesto a bordo del Titanic mediante la intermediación de un amigo. En sus cartas desde Londres le dice a su madre que está ante una gran oportunidad que le ilusiona mucho. Y le dice también que la siguiente carta se la mandará desde Nueva York. Pero Juanito nunca llegó a América… con vida.
Los afortunados que lograron alcanzar Nueva York tras el rescate se salvaron en alguno de los 20 botes que había a bordo del Titanic. Estuvieron entre los elegidos para seguir con su vida aunque para ello tuvieran que sobreponerse a los gritos, inolvidables y horripilantes según todos los testigos, de quienes flotaban en el agua helada sufriendo los dolores de una congelación irremisible y con nulas esperanzas de supervivencia.
Incluso los fallecidos protagonizaron después de su muerte episodios dignos de una trama cinematográfica. De hecho, sólo se recuperó la tercera parte de los cadáveres de los más de 1.500 muertos en aquel desastre. Aún hoy hay bastantes dudas sobre si todos los cuerpos sepultados en los cementerios americanos eran realmente los de los españoles que se dejaron la vida en el Atlántico Norte aquel 15 de abril de 1912.

«Ahí murió vuestro bisabuelo»
por EVA BELMONTE | Barcelona
No habían cumplido ni diez años cuando su padre les sentó frente a la tele a ver 'S.O.S Titanic' (William Hale, 1979). El título no auguraba nada bueno, menos aún cuando les espetó, sin ambages: «Ahí murió vuestro bisabuelo». Los pequeños Cynthia y Jorge, entre el impacto y la incredulidad, siguieron ojipláticos el fatal desenlace en la pantalla. «Morir ahogado, el terror...», recuerda ella, «fue un poco traumático, la verdad». No habían heredado sólo un apellido, sino también un nombre de leyenda. Son descendientes de uno de los diez españoles que se embarcaron en el gigante del lujo y el mal fario, el asturiano Servando Ovies.
De bigote generoso y vestir elegante, el hijo de Avilés se embarcó por negocio en el puerto de Cherburgo. También allí se sumaron a la trágica aventura Víctor Peñasco, Maria Josefa Pérez de Soto, Faemina Oliva, Emilio Pallas, Julián Padró y las hermanas Florentina y Asunción Durán. Antes, en su primera escala en Southampton, el coloso ya había recogido a Encarnación Reynaldo y Juan Monros, miembro de la corte de camareros del lujoso restaurante a la carta.
Diez españoles de entre más de 2.200 pasajeros. Algunos iban en grupo, otros viajaban solos, pero la mayoría ni siquiera llegó a saber de la existencia de compatriotas durante la feliz travesía y el trágico hundimiento. La suerte, si es que algo tan etéreo se puede medir en cifras, estuvo de su lado: sólo tres de ellos se sumaron a la larga lista de los 1.500 fallecidos: Ovies, el madrileño Víctor Peñasco y el barcelonés Juan Monros.
El periplo de un jovenzuelo avispado
Era la primera vez que servía un plato y se estrenaba como ayudante de camarerodel restaurante más 'top' del transatlántico más 'top' del momento. Con sólo 20 años, Juan Monros se unió al equipo de 70 personas que debía agasajar a los hombres y mujeres más ricos y poderosos del momento. Sólo tres del equipo sobrevivieron. No eran un grupo prioritario: la inmensa mayoría eran hombres y debían dejar paso hacia los botes, primero, al pasaje. Cuando la tripulación del vapor Mackay-Bennet encontró su cadáver, estaba tan descompuesto que decidieron que descansara, tras una pequeña ceremonia, en el fondo del mar.
Su madre, que residía en Londres, donde se había trasladado la familia, recibió la fatal noticia en un telegrama de la White Starline. Es el mismo documento que, más de 80 años después, descubrieron sus descendientes. «En 1997, justo después de fallecer la más pequeña de las tías de mi padre —hermana del fallecido en el Titanic—, fuimos a recoger su casa. Allí encontramos cartas de pago de los días que trabajó a bordo, telegramas de la compañía, postales de mi tío abuelo justo antes de embarcar y cartas de condolencias», explica María José Caballero desde Málaga. Y con esos papeles amarillentos reconstruyeron el relato, el que hasta entonces se había transmitido de boca en boca a través del árbol genealógico.
«Le he contado la historia a mi hija de ocho años. No quiero que en el colegio hablen del Titanic y le sea ajeno», explica Jorge Ovies. Ellos construyeron la historia de su bisabuelo a través de las aventuras, salpicadas con grandes dosis de imaginación, que les narraba un padre y, más tarde, gracias a la investigación del diario asturiano 'La Nueva España', que sacó a la luz miles de detalles sobre el antes y el después de esta familia marcada por el viaje inaugural del Titanic.
Emigrado a Cuba desde los 15 años, Servando Ovies transportaba encajes y puntillas de Europa a 'El Palacio de cristal', una sedería en La Habana de la que era socio gerente y que fundó su tío, que más tarde fue alcalde de Avilés. Curtido en viajes de ultramar, embarcó solo en primera clase. Su muerte dejó viuda a Eva López del Vallado, una dama cubana de origen también español que le esperaba en La Habana junto a su único hijo, también Servando, de apenas un año. Ese pequeño sería el abuelo de Cynthia y Jorge, que viven ahora en Barcelona tras emprender el regreso de la saga a lo que entonces, en el sentido literal, se denominaba 'hacer las américas'.
Según diversas fuentes, el cadáver que se identificó en Halifax podría no ser el de Servando, aunque su nombre se pueda leer en una lápida del cementerio católico de la localidad canadiense. Y es que sin cuerpo no habría herencia. ¿Es él realmente quien está enterrado allí? Es uno de los muchos misterios que se tragó el océano.
Víctor Peñasco y María Josefa Pérez de Soto, de 24 y 22 años, también viajaban en primera clase acompañados por Fermina Oliva, su dama de compañía. Tras unaopulenta luna de miel por toda Europa, el broche final para los acaudalados recién casados iba a ser un viaje secreto, para no preocupar a la madre de él, en el coloso del lujo del que todo el mundo habla. Ellas escaparon del hundimiento en el bote 8, pero la norma que daba prioridad a las mujeres y los niños dejó a él en el gigante que se hundía.
Son la pareja de la que más se ha escrito de entre el reducido grupo de españoles en el barco. Y no es de extrañar. Miembros de la alta sociedad madrileña (el hermano del padrastro de Víctor fue José Canalejas, presidente del Gobierno), ella volvió a casarse y tuvo tres hijos. Cuentan —como se narra en el libro 'Los diez del Titanic'(LIDeditorial), que sale a la luz en este centenario— que ella nunca se separó de las fotos de Víctor y que esquivaba remover los recuerdos. Era una más de lo que se llegó a llamar 'el barco de las viudas'. Fermina pudo narrar la historia de su supervivencia milagrosa hasta que falleció a los 97 años. Descansa en el madrileño cementerio de La Almudena.
De la supervivencia a la vicaría
Embarcados en segunda clase, cuatro catalanes eligieron el Titanic como medio para emprender su viaje a Cuba en busca de nuevos y florecientes negocios. Eran los amigos y socios Emilio Pallas (29 años) y Julián Padró (26), acompañados por la novia de éste último, Florentina Durán (30), y su hermana Asunción (27). Los cuatro escaparon a tiempo. Ellas en el bote número 12 y ellos en el número 9. Ni unos ni otros supieron si la otra pareja había sobrevivido hasta que se encontraron en el Carpathia, que ejerció de buque de rescate. Lo perdieron todo, pero sobrevivieron, así que continuaron su viaje a Cuba. Asunción y Emilio volvieron a Barcelona. Julián y Florentina, en cambio, se casaron y se instalaron, como habían soñado, en La Habana. Allí están enterrados juntos.
Encarnación Reynaldo se salvó, como Emilio y Julián, en el bote 9. Ni se conocían ni reconocieron el acento familiar de su compatriota. Con 28 años, viajaba sola en segunda clase hacia Nueva York, quizá para visitar a su hermana o para trabajar como empleada doméstica, tarea que desempeñaba en Londres. Poco más se sabe de esta mujer marbellí que sobrevivió al naufragio y a la curiosidad de medio mundo.

Trece lunas de miel
por MARÍA RAMÍREZ | Corresponsal en Nueva York
Cuando el magnate John Jacob Astor anunció que se casaba por segunda vez, le costó meses encontrar a un pastor dispuesto a oficiar la ceremonia. El millonario de 47 años se había divorciado de su mujer, famosa por sus amantes, y quería unirse a Madeleine, una debutante de 18 años. Por fin, un reverendo accedió y les casó el 9 de septiembre de 1911 en una de las fincas de los Astor, en Rhode Island. Dos meses después, el pastor tuvo que dimitir, presionado por las críticas.
Los recién casados sufrieron en un círculo donde la primera mujer de Astor, Ava, seguía controlando las amistades de la pareja y era una celebridad por su elegancia y su personalidad. Por eso, John Jacob y Madeleine decidieron irse de luna de miel a Europa, lejos de los focos y de los cotilleos. O eso pensaban, porque en el viaje de vuelta a Nueva York, se embarcaron en el 'Titanic', el lujoso barco que inevitablemente atraía a la alta sociedad de la que habían huido. Madeleine propuso cogerlo porque el transatlántico era una manera rápida de volver a casa. Estaba embarazada y no quería que su hijo naciera en pleno viaje. Pero no había previsto que los pasajeros de primera clase eran los amigos de Ava que le habían hecho el vacío en tierra firme. Para evitar chismorreos sobre sus vestidos o su peinado descuidado, durante la travesía, la chica se solía quedar a comer en el camarote. Sólo hizo buenas migas con Molly Brown, la sufragista que inspiraría la película 'Molly Brown siempre a flote'.
Los Astor eran la pareja más famosa de las que celebraban su luna de miel en el Titanic, un barco lujoso y romántico que atraía a los recién casados de la época. Los anuncios de la travesía inaugural poblaban los cafés de París. Nueva York empezaba a ponerse de moda como destino. El libro 'Titanic Love Stories' de Gill Paul, una investigadora apasionada del transatlántico, relata la historia de las 13 parejas que decidieron cruzar el Atlántico en su luna de miel sobre las que existe suficiente documentación.
Los diarios de la época dieron mucho espacio a la experiencia de los Astor. John Jacob se subió a un bote salvavidas con su esposa porque, en principio, no había más mujeres alrededor. Cuando ya estaba equipado, llegó un grupo inesperado y el millonario salió de la embarcación. «Las mujeres primero», dijo. Madeleine intentó seguirle, pero él no la dejó. «Adiós, querida», susurró. Él se quedó en cubierta y mientras encendía un cigarrillo, añadió, «me uniré a ti más tarde», según cuenta la edición del 19 de abril de 1912 del 'New York Times', que como la mayoría de la prensa esos días le dedicaba grandes titulares a la muerte de Astor. Madeleine sobrevivió, pero vivió durante años aislada con su bebé, casi sin salir de casa. En 1916 se casó con un amigo de la infancia y, como obligaba la familia Astor, renunció a la herencia de los millonarios.
Entre las parejas de luna de miel, el libro destaca a los españoles Víctor y Pepita Peñasco y asegura que eran los enamorados que más llamaron la atención por su aspecto y sus atenciones mutuas. «Eran como dos tortolitos. Estaban tan enamorados y estaban teniendo una luna de miel tan feliz que todo el mundo se interesaba por ellos», contaba Helen Bishop, superviviente y que testificó en la investigación del Senado de EEUU. Pese a la simpatía que provocaban, los Peñasco apenas entendían inglés y charlaban sobre todo con los argentinos y los uruguayos del barco. Víctor murió por la prioridad que se daba a las mujeres.
Entre las parejas que sobrevivieron juntas a su luna de miel están, en cambio, Helen Bishop y su marido Dickinson, recién casados de Michigan y que habían hablado de la tragedia antes de que sucediera. En su luna de miel de cuatro meses, viajaron por Egipto, donde Helen pagó para que le leyeran el futuro. La predicción decía que sobreviviría a un naufragio y a un terremoto, pero que moriría en un accidente de coche. Aquella noche del naufragio, Dickinson asegura que una mano le empujó al bote salvavidas mientras estaba ayudando a su esposa y que cayó dentro de la embarcación justo cuando la estaban descargando hacia el mar. Mientras navegaban cerca del Titanic, Helen contó la visión egipcia, casi como intento de tranquilizar a sus compañeros. «Nos tienen que rescatar para que se cumpla el resto», decía, según los testigos.
Llegaron a salvo a Nueva York gracias al Carpathia, que se hizo cargo de los que vagaban en botes por la zona. Los Bishop testificaron ante la comisión de investigación y Dickinson tuvo que explicar por qué se había colado con las mujeres. Al ser interrogado sobre si había oído la orden de que los hombres debían esperar, él contestó «en absoluto», pero durante años le persiguió el estigma de ser poco caballeroso y haber sacrificado a mujeres y niños para salvarse él. Algunos testigos aseguraron que se había disfrazado de mujer para subirse al bote.
Los Bishop habían sobrevivido al 'Titanic', pero su vida se ensombreció a partir de entonces. En diciembre de 1912, su primer hijo murió dos días después de nacer. La primavera siguiente, para intentar superar el drama, decidieron irse de viaje por California. Durante su visita hubo unterremoto, que aterrorizó a Helen. La profecía egipcia se estaba cumpliendo. Su marido siempre le quitó importancia hasta que el año siguiente el coche en que viajaban se salió de la carretera y se estrelló contra un árbol. Helen salió disparada. Sobrevivió, pero se fracturó el cráneo. La operaron y le pusieron una placa de metal, aunque ya nunca volvió a ser la misma. Tras el accidente, se volvió agresiva e irracional. En 1916, la pareja se divorció. Y dos meses después, Helen se cayó y se golpeó en la cabeza, justo donde tenía la placa. Murió por un derrame cerebral.
No todas las lunas de miel acabaron en tragedia. En unos pocos casos, el naufragio cambió la vida de las parejas para mejor. Así fue, por ejemplo, para Albert y Vera Dick. Él era un ambicioso empresario canadiense obsesionado con el dinero, el póquer y las mujeres guapas. Se casó con Vera por su belleza y también porque su familia tenía fortuna e influencia. La pareja no empezó el matrimonio con buen pie. Los compañeros de viaje cuentan cómo discutían en público durante las cenas en el 'Titanic' y cómo Vera coqueteaba con otros hombres, cansada de que su esposo le hiciera poco caso.
Pero durante el naufragio su relación cambió para siempre. Uno de los marineros con los que Vera había coqueteado ayudó a la pareja a escapar del barco, también a Albert, que se metió en un bote salvavidas porque sobraba espacio. Durante el trayecto en medio del mar y en busca de un barco que los rescatara, él se comportó con una entereza y educación inédita hasta entonces y que enamoró a su esposa. En tierra, el naufragio también cambió las prioridades de la pareja. «Antes no pensaba en nada más que en el dinero. El Titanic me curó. Desde entonces he sido más feliz que en toda mi vida», contó Albert después, en una entrevista. Aun así, el canadiense no perdió olfato empresarial. Dejó el negocio inmobiliario y se pasó al de los seguros de vida.

«Bailar, no voy a poder bailar...»
por MADA MARTÍNEZ | Santander
Siempre ha sido coqueta, y una cena de gala a bordo del hotel flotante Sunborn Barcelona bien merece lucir el blusón de lamé color malva, muy brillante, y el traje azul marino. «Claro, hay que ir elegante. Hay que estar siempre bien arreglada», dice muy lento y rasgado Isabel García Polanco,centenaria en abril, que vino al mundo en el barrio de La Venera, en Oruña de Piélagos (Cantabria), el mismo día en que el Titanic acabó por hundirse en medio del Atlántico Norte.
Nació el 15 de abril de 1912, no recuerda la hora exacta. Tampoco importa. Esta cántabra es una de las seis personas que la Fundación Titanic ha localizado mundo a través para que asistan a la conmemoración del hundimiento del coloso, aunque sólo tres de ellas podrán viajar finalmente a la Ciudad Condal. Y en el caso de Isabel, casi se tuercen sus planes de compartir cava y recuerdos con la legión de 'titánicos', miles por todo el planeta. Hace mes y medio tropezó con una alfombra, cayó al suelo y se rompió una pierna. Pero se ha recuperado en tiempo récord, como si los años le pesaran poco. «Bailar, no voy a poder bailar», bromea desde la mecedora, acercando mucho el oído para entender las preguntas. Y lo de quedarse quieta parece que le fastidia bastante, porque le gustaba hacerlo en las romerías del pueblo cuando era joven. Llegaba con sus amigas en coche de caballos. «Y bailábamos mucha jota. Eran fiestas alegres, más que las de ahora».
La catástrofe del Titanic se fue incrustando en el imaginario colectivo, hasta que James Cameron acabó por engastarla para siempre en 1997. Isabel habla vagamente del suceso: sabe que el Titanic fue un gran barco de lujo que se fue a pique el día de su nacimiento, que hubo gente que no pudo salir de sus camarotes y que acabó ahogándose. También sabe de la oscarizada película, que tiene en casa en formato DVD 'deluxe', y que probablemente vuelva a ver antes de la fiesta. PeroWinslet o Di Caprio son apellidos que no le resultan muy familiares. Ella prefiere hablar de sus amigas Socorro, de Ramonita, de Uca o Luisina; o de la Casa de los Tiros, cerca del chalé en el que vive, donde dice que se cambiaban las diligencias de la Familia Real, cuando iba camino de Torrelavega. Lo que le hace más ilusión de todo este asunto es el viaje a Barcelona, que hará en compañía de dos de sus hijas. «Tengo muchas ganas de ir y de conocer al capitán».

Fue una de ellas, Merche Soto, quien la embarcó en esta aventura. «Del hundimiento del Titanic hemos hablado mucho. Una noche estaba con el ordenador y me puse a pensar en qué haríamos cuando cumpliera cien años. Igual hay algo relacionado con el Titanic, pensé, algo organizado para la ocasión. Y me encontré con esto». Contactó con la Fundación un domingo y al día siguiente ya tenía la respuesta. Envió una partida de nacimiento de su madre y listo: Isabel soplará las velas a bordo de un barco de lujo, cenará lo mismo que los viajeros probaron aquella fatídica noche de abril, usará una réplica de la cubertería de la compañía White Star Line.
Esta mujer menuda, virtuosa del ganchillo, aficionada al parchís y experta en el arte del dominó, pasó su infancia en Oruña. Se dedicaba al campo, a las vacas. De esa época recuerda, sobre todo, las tardes de juegos, las fiestas, los faroles que alumbraban los velatorios o las caminatas para visitar al curandero del pueblo. Luego fue cuando la Guerra Civil la sorprendió en Santander, a los 24 años, junto a su marido, José María Soto, con quien se había casado cuatro antes. Para Isabel, los de la guerra fueron años oscuros, de «escondites» para evitar denuncias, tiempos «malos», tiempos «de tiros». No pasó hambre durante el conflicto, ni tampoco en la posguerra. Pero miedo, un poco. «Mira, si tienes otras ideas, yo te respeto. Pero entonces, nada...».
Se entregó al cuidado de la casa y de los hijos. Tuvo cinco: José María, Loli, Maribel, Milagros y Merche. Los llevaba al colegio, lavaba en el río, hacía fila para el pan. «La aldea para quien la quiera», responde cuando se la pregunta si no echaba de menos el pueblo. Ha pasado toda su vida en Santander. Pero, por eso de la movilidad y los años, desde hace unos meses ha vuelto a residir en Oruña, en una bonita casa con chimenea, con hermosas vistas a la sierra del Cumbreo y con su hija Maribel. En la pared cuelga un cuadro del malogrado trasatlántico que le regaló un «amigo invisible» unas Navidades. Ya piensa en subir este año a la romería de la Virgen del Monte, que se celebra en agosto.
Lo de asistir como invitada de excepción a la cena de gala del Titanic parece que le fascina. «La felicitan por teléfono los nietos, los bisnietos (15 en total). Están contentos, la llama todo el mundo». Ha salido en los periódicos, posando frente a 'El sueño del Titanic', un cuadro del pintor cántabroEnrique Gran, que fue expuesto en el Palacete del Embarcadero de Santander y seleccionado por la Fundación como obra representativa del centenario. Muestra al barco hundido, pero en aparente movimiento. Dicen que el propio Leonardo Di Caprio está interesado en comprarlo. «Eso de que le hagan fotos… le encanta, siempre ha sido muy coqueta», repiten sus hijas.

Un posible espejismo...
por TERESA GUERRERO | Enviada especial a Londres
¿Cómo fue posible que el capitán no viera el iceberg en una noche en las que las condiciones para la navegación eran, aparentemente, excelentes? El escritor e historiador británico Tim Maltin propone una nueva y sorprendente teoría en su último libro, 'A Very Deceiving Night' ('Una noche muy engañosa'). La obra, publicada en 2012, sólo está disponible en inglés.

Según sostiene Maltin, la causa del hundimiento no fue la negligencia de la tripulación, la excesiva velocidad o un defecto de fabricación, sino un efecto visual causado por las condiciones climáticas y las frías aguas del océano. Este efecto, similar a un truco de magia, causó un espejismo que impidió que la tripulación divisara el bloque de hielo. «Fue como una tormenta perfecta, pero en calma», explica Maltin a ELMUNDO.es. Este espejismo de aguas frías también 'exculparía' al capitán del buque Californian, acusado de no socorrer a los pasajeros durante el naufragio. A pesar de que su barco se encontraba cerca, el capitán Stanley Lord siempre aseguró que no había divisado el transatlántico. Maltin demuestra cómo fue perfectamente posible que el Titanic no fuera visible desde el Californian debido a este truco de la naturaleza. El autor descarta que el accidente fuera provocado por otras causas. «Es cierto que iba muy rápido, pero navegaba a una velocidad que en aquella época se consideraba segura en aguas con icebergs».

Su afición por el caso comenzó cuando sólo tenía siete años: «Cuanto más leía sobre el Titanic, más me interesaba. Y cuanto más leía sobre lo que ocurrió, más me daba cuenta de que, en realidad, no sabíamos lo que había pasado a pesar de la enorme cantidad de información disponible». Así que se puso manos a la obra.

Para llevar a cabo su investigación, recogida en el documental 'Caso Cerrado' (producido por National Geographic Channel), Maltin recorrió el mundo en busca de pruebas. Convencido de que «la ciencia podía ofrecer respuestas», visitó los archivos que guardan documentación sobre el Titanic, navegó por las aguas en las que se hundió el lujoso transatlántico y se entrevistó con científicos y expertos en navegación. El investigador, autor del libro '101 Things You Thought You Knew About The Titanic... But Didn't' ('101 cosas que creías saber sobre el Titanic, pero no sabías', 2011), se muestra satisfecho con los resultados de su trabajo y ha prometido a su mujer que dejará de investigar sobre este tema, al menos durante una buena temporada. Sin embargo, no se atreve a afirmar que el Titanic sea un caso cerrado.

Si algo tiene claro el historiador tras devorar todos los relatos disponibles de los supervivientes es que no estamos ante una historia de héroes y villanos. «Eran seres humanos normales que actuaron de la mejor manera posible, teniendo en cuenta las circunstancias. Todos estamos programados para sobrevivir», añade.

Este apasionado del Titanic no duda a la hora de elegir a su personaje favorito, Lawrence Beesley, del que Martin recomienda ávidamente el libro que escribió: 'The Loss of the SS Titanic: Its Story and Its Lessons, by One of the Survivors', publicado en junio de 1912, nueve semanas después del naufragio. «Nos dio la mejor descripción de lo que ocurrió aquella noche».

¿Por unos prismáticos?
por MARIO VICIOSA
El hundimiento del Titanic abrió una brecha en la fe ciega que se profesaba por el progreso técnico y científico. La catástrofe imposible de las matemáticas y la física de fluidos se había convertido en realidad. Quizás por eso, una halo de misticismo emergió en torno a la mayor catástrofe en tiempos de paz para el mundo náutico.
Hoy, sin embargo, esa misma ciencia, con otros modelos, permite hacer un ejercicio 'paleoforense' y descartar ciertas explicaciones que, durante años, se han dado por buenas o, como mínimo, por posibles. Repasamos algunos de esos mitos de la mano de uno de los pocos ingenieros navales españoles que se ha especializado en el Titanic. Antonio Baquero, Jefe de Unidad de Investigación del Canal de Experiencias Hidrodinámicas de El Pardo y profesor de la Universidad Politécnica, autor de 'Titanic: Maniobrabilidad y Colisión'.
¿Había partes clave del Titanic mal diseñadas?
No. De hecho, «hoy cumpliría con todos los requisitos para poder salir a navegar», asegura Baquero. Su timón hoy sería pequeño, pero legal. «Diríamos que en nuestros días sería un barco un poco malo, pero válido». Es cierto que los mamparos que evitan que se inunden todos los compartimentos no eran tan altos como hoy, pero «cualquier barco actual que tenga un choque como el del Titanic se hunde también».
¿El barco tenía mala maniobrabilidad?
No. Baquero ha usado un modelo matemático para estudiar la maniobrabilidad del Titanic. Y, según los datos obtenidos, el barco cumple con los criterios de la International Maritime Organization. Es cierto que los valores que miden su capacidad de maniobra están fuera de los recomendados, pero «hoy hay muchos otros barcos que tampoco lo están y navegan perfectamente».
¿Había poca experiencia en el manejo de estos barcos?
No. El Titanic era el segundo barco lanzado por la compañía White Star de la serie Olympic. El primero y homónimo llevaba miles de millas navegadas cuando el Titanic se hundió. El Capitán Smithlo fue de ambos barcos.
¿El Titanic cumplía la normativa de botes salvavidas?
Sí, la cumplía. El número de botes permitía salvar al 53 por ciento del pasaje. La ley de entonces no contemplaba nada más. Eso era así porque se creía que un barco como el Titanic tardaría mucho en hundirse, tiempo suficiente para que llegasen a rescatarlo. En un barco de lujo, se privilegiaba el espacio libre para pasear por cubierta, liberándola así de botes salvavidas.
¿Iba el Titanic demasiado rápido?
No. «El Titanic era un barco relativamente lento y no podía batir ningún récord de velocidad. El Mauretania era más rápido», sentencia Baquero. Iba a unos 21,5 nudos (unos 10m/s). Una velocidad normal para atravesar el Atlántico y con la que se puede reaccionar con tiempo, si se cuenta con las herramientas normales para divisar imprevistos. A 14 nudos también hubiera chocado, según el modelo. Efectivamente, a menos de 9 nudos constantes («casi parado») se podría haber evitado el choque, pero eso es «como ir a 60km/h en toda una autopista» y ninguna compañía hubiera realizado semejantes viajes a América.
¿Se eligió una mala ruta?
No. Era la habitual, por la que circulaban y habían circulado miles de barcos. Durante el invierno y el principio de la primavera, se navegaba más al norte porque suele haber menos icebergs (con mucho frío, el hielo no se desprende de la banquisa de Groenlandia). Pero aquel año, la temperatura había sido inusualmente alta, probablemente por lo que hoy conocemos como el fenómeno de 'El Niño'. No obstante, durante aquellas semanas «el Olympic y los barcos de la competencia navegaban por la zona» y sabían lo que podía haber.
¿El oficial dio una mala orden?
No. Hoy, con los ordenadores y las matemáticas en la mano «sabemos que dio la mejor que pudo, aun sin saberlo». El choque era inevitable con un iceberg a tan poca distancia. Ordenó dar marcha atrás en un intento por frenar el barco. Y el buque perdió capacidad de respuesta. El timón apenas reaccionó. Pero, según la proyección numérica de Baquero, de haber reaccionado, hubiera sido peor: el impacto se hubiera producido en la zona de generación eléctrica. La evacuación sin luz hubiera sido imposible. Es cierto que una colisión frontal con el iceberg hubiera salvado al Titanic del hundimiento, pero el oficial hubiera condenado a morir a casi las 300 personas que dormían en proa.
¿El Titanic se hundió por unos prismáticos?
Sí. Por su ausencia. Al menos es la tesis que sostiene Baquero. Revisado todo lo anterior, el fallo no estuvo en la ingeniería o en las decisiones de capitán y oficial. El barco «podría haber esquivado el iceberg sin problema si se hubiera visto antes». Es cierto que la noche era oscura, pero había vigías suficientes para avistar una mole como esa a un kilómetro o más. Les hacían falta unos prismáticos. Prismáticos que no estaban en su sitio.


1912-2012: El Titanic frente al Costa Concordia
por GIULIO PIANTADOSI
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El accidente del Costa Concordia, ocurrido en enero de 2012, se comparó rápidamente con la tragedia del Titanic. ¿Qué coincidencias y qué diferencias existen entre los dos barcos? Descúbralas en este vídeo. ¿Sabía, por ejemplo, que el banco del capitán Schetino tenía el doble de capacidad que el hundido hace 100 años?
De vuelta a Southampton
por MARÍA JESÚS HERNÁNDEZ
Dejar descansar en paz al Titanic nunca estuvo en el guión. La White Star Line aún rastreaba el Atlántico Norte cuando la maquinaria del cine comenzaba a engrasarse. Ni siquiera hubo tiempo para el luto. Corría mayo de 1912. Una impactada sociedad reclamaba respuestas y una mujer iba a dárselas, al menos algunas. Hablamos de Dorothy Gibson. Había vivido para contarlo, o eso pensaba entonces. Actriz y superviviente, se puso delante de las cámaras para protagonizar 'Saved from the Titanic'. Había pasado poco más de un mes. Dos semanas de grabación traducidas a unos diez minutos de cinta. Imágenes reales y recreaciones en el Olympic, algunas en color. Demasiada premura, sobre todo para la traumatizada protagonista. Era la primera vez, de muchas, que el Titanic volvería a partir de Southampton.
No es cuestión de clases, ni generaciones; mucho menos de culturas, ideologías, idiomas o fronteras. Sumergirse en el transatlántico ha sido objeto de deseo internacional. El mismo verano del hundimiento, Alemania preparaba 'Der Untergang der' —'In Nacht und Eis'— y tres décadas después, volvía a la carga con 'Titanic' (1942), dirigida por Herbert Selpin. Nunca llegó a estrenarse en Alemania. El avance de la contienda había hecho mella en el Tercer Reich y no querían comparaciones fáciles. Supersticiones a un lado, esta película ya estaba marcada. Selpin fue encontrado muerto en prisión, donde había acabado por declarar contra la Wehrmacht.
Pero no acabó ahí. Ironías cinematográficas, varias escenas del filme, que disparaba directamente contra los británicos, acabaron formando parte de 'A Night to Remember' ('La última noche del Titanic', 1958), del inglés Roy Ward Baker. Un clásico entre los incondicionales del buque, no tan popular como muchos quisieran, que se llevó el Globo de Oro a mejor película extrajera. Era la segunda ocasión en la que Gran Bretaña sucumbía a la historia, tras 'Atlantic' (1929).

Desde Hollywood respondieron con Jean Negulesco y una de las obras más conocidas sobre el naufragio: 'Nearer my God to Thee' ('El hundimiento del Titanic', 1953). El director tiró de sentimientos y rescató una historia de amor que tuvo lugar en el horror de aquella noche. Años después, llegaron 'The Unsinkable Molly Brown' (1964), de Charles Walters; 'S.O.S Titanic' (1979), para televisión; 'Raise the Titanic' (1980) o 'La camarera del Titanic' (1997), entre otras. Esta última, una producción española-italiano-francesa dirigida por Bigas Luna y protagonizada por Aitana Sánchez Gijón. Siguieron más 'tv movies', series, documentales... De todos bebió James Cameron antes de embarcarse en el buque de sus sueños.
Considerada (en su momento) «la película más costosa de todos los tiempos» —irónico resulta ahora pensar en los 200 millones de presupuesto con que contó Cameron—, poco o nada tardó en desaparecer la maldición del rodaje: intoxicaciones, accidentes, retrasos y dinero, mucho dinero que obligaron al obsesivo director a renunciar a parte de su sueldo. Fueron demasiados los icebergs que tuvo que esquivar, pero no le tembló la mano, era su «bebé». Y el bebé consiguió los titulares que tanto ansiaba.Once Oscar —de los 89 premios conseguidos— y más de 1.800 millones de dólaresrecaudados, la segunda de la Historia, tras 'Avatar', también de su mano.
Fue su entrevista con Robert Ballard lo que le hizo zarpar de forma definitiva. Estudió a conciencia su historia y la de muchos de sus pasajeros. Quiso recrear hasta el último detalle. Y para ello, empezó por sumergirse (las tomas del verdadero Titanic en el fondo del océano costaron tres millones de dólares). Quiso partir de dos protagonistas ficticios —Jack y Rose— para plasmar el estatus social de la época, pero decidió que les acompañaran otros que sí estuvieron allí. Desde 'Molly' Brown —pasajera de primera clase—, pasando por Thomas Andrews —diseñador del barco— hasta llegar a Edward John Smith —capitán del buque—. La minuciosidad de Cameron fue tal que no sólo recreó fielmente hasta el último rincón, sino que las empresas que reconstruyeron el buque fueron algunas de las que participaron en la creación del verdadero Titanic. Igual pasó con las alfombras.
Mientras escribía el guión, Cameron se apoyaba en diagramas, planos y maquetas del hundimiento real. Detalles como el del un niño jugando con su padre a la peonza en cubierta —imagen de una foto real que se recuperó—, las maletas de Louis Vuitton de 'Molly' —que abundaron en el naufragio— o el reloj marcando la hora del hundimiento, tras el regreso de Rose al barco, se repiten a lo largo de las 3 horas y 14 minutos que dura el filme y que ahora prueban suerte en 3D.
¿La clave del éxito? Además de su belleza estética, que no está en discusión, «es una película sobre sentimientos y relaciones personales», argumenta Cameron. Pero más allá de estas historias, el espectador choca con continuas dosis de realidad.
Y es que, dejando a un lado tintes románticos, inevitablemente ligados a esta historia, Cameron marcó un antes y un después en el cine. Y en una generación —por mucho que algunos se esfuercen en tildarlo ahora de 'pastelón' y renegar de su pasado—. El filme dejó huella y el director y las cifras lo avalan. Mayores, pequeños, adolescentes, parejas, familias al completo hacían colas y colas para verla. Cameron recuerda con emoción cómo «los padres llevaban a sus hijos y los hijos llevaban a sus padres». No hubo excepción a la regla. En Madrid, Emilia, acomodadora entonces de los cines Conde Duque, aún no da crédito al fenómeno. «No sólo estuvo muchísimo tiempo en cartel, sino que las colas y colas de gente no terminaban nunca». Recuerda muchos llantos y «gente que repetía una y otra vez».

El Titanic navegó en el cine mucho antes de que James Cameron lo tocara con su varita en 1997. Pero sólo él cambió la forma de mirar y entender el gran buque y su naufragio en la gran pantalla.

Lecturas para el centenario
por LUIS ALEMANY
Dicen que la bibliografía sobre el Titanic ha crecido a impulsos. Primero, los libros testimonios de los supervivientes de la tragedia; después la mirada de la literatura de catástrofes cuando ésta se puso de moda en la segunda mitad del siglo XX; más tarde, en los 80, la fascinación renovada que trajo el descubrimiento del pecio del trasatlántico… y, al final del siglo, a rebufo del Titanic de cine de James Cameron, la 'romantización' de su historia. Ahora, llega el centenario de la botadura, la partida y el hundimiento del Titanic y la marea vuelve a traernos nuevos libros sobre el barco que jamás se podría hundir.
Un tal Joseph Conrad
«Conrad, marinero antes que escritor, fue una de las contadas voces que se alzaron, apenas unos meses después del naufragio más importante de la historia, contra lo que él mismo denominó como ‘la prepotencia del Titanic’. Conrad escribió dos alegatos contra la ambición desmesurada y el clasismo de los armadores, primero, y contra el beneplácito con el que la prensa de la época trató su nacimiento, en primer lugar y, posteriormente, su naufragio y la investigación de los hechos que provocaron tal desastre». Lo explica Fernando Baeta, director de elmundo.es y autor del prólogo que enmarca la edición de los dos textos de denuncia del autor de Lord Jim sobre la tragedia del Atlántico Norte (título: 'El Titani'c, en la colección de la editorial Gadir).
«Conrad no podía entender la excesiva confianza que la humanidad deposita en sí misma y en sus obras. Conrad lo cuestiona todo: desde la soberbia de sus creadores, anclados en una época que tocaba a su fin, hasta las leyes de aquellos años que no obligaba a que hubiera tantas plazas en los botes salvavidas como personas iban a bordo de cualquier barco, pasando por toda la literatura que siguió al naufragio». Así, el segundo de los textos conradianos aborda directamente los errores en la instrucción con la que el senador de Michigan William Alden Smith investigó las causas del hundimiento. «La admirable investigación continúa, interrumpida con risas tontas, con gritos de indignación pagados que salen de debajo de las pelucas ceremoniales». Casi como si Conrad fuera Zola.
El presagio
«'El hundimiento del Titán' es un libro muy curioso: se publicó 14 años antes del hundimiento del Titanic y cuenta una historia prácticamente idéntica. Creo que es uno de los libros más interesantes que se pueden leer sobre el Titanic, desde otro punto de vista. Está escrito por un marino, Morgan Robertson, en un estilo similar al de las novelas de Verne. Y, al igual que él, Robertson era un visionario». Esta vez, el que habla es Diego Moreno, editor de Nórdica y responsable de la llegada de 'El hundimiento del Titán' ('Futility' en inglés) a las librerías de España. Y no exagera. «Las 92 puertas de los 19 compartimentos estancos podían cerrarse en medio minuto girando una palanca desde el puente, la sala de máquinas y desde otros 12 puntos de la cubierta», se puede leer en la página 14 de su libro. «Esas compuertas también se cerrarían automáticamente en caso de detectar agua. Aun con nueve compartimentos inundados, el barco seguiría flotando y, puesto que ningún accidente marítimo conocido podía anegar tantos, el Titán se consideraba prácticamente insumergible».
El viaje
¿Y el «durante»? Ése es el momento que aborda 'Titanic, el final de unas horas doradas', de Hugh Brewster (editado por Lumen), un ensayo ambicioso que indaga en los archivos y en las entrevistas de los supervivientes del hundimiento para reconstruir la trama social que se construyó en la cubierta y en los salones del barco más grande del mundo. ¿Quiénes eran los viajeros? ¿Cómo vivieron la emoción del embarque? ¿Cómo fueron sus relaciones dentro del barco? ¿Y su reacción la noche del 15 de abril? ¿Quién actuó con nobleza y quién trató de salvar su pellejo a la desesperada? Al final, el libro sigue la pista a los supervivientes del naufragio. «Cuando Lucy Duff Gordon despertó a la mañana siguiente, vio la luz que entraba por los ojos de buey y se sorprendió al encontrarse en un camarote desconocido», escribe Brewster. «Una camarera entró para servirle té y, al ver que no era su camarera irlandesa del Titanic, Lucy recordó de repente dónde se hallaba. Cuando le vinieron a la memoria imágenes del desastre, enterró la cara en las almohadas y se puso a llorar».


FUENTE: PERIODICO EL MUNDO