Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door)
Amplio el comentario de Alcaudón. De entrada, si leemos la sinopsis del film y nos fijamos en su estructura, podríamos pensar que nos encontramos ante un híbrido entre
They Live By Night y
A Woman’s Secret (aunque ya aclaro que, afortunadamente, se parece más a la primera que a la segunda).
Como en la primera, tenemos una pareja de jóvenes marginados: él, Nick “Pretty Boy” Romano (John Derek, mucho más duro que Farley Granger, más ajustado a su papel de delincuente),
hijo de una familia de inmigrantes italianos, vio cómo su padre murió en la cárcel por no haber sido defendido correctamente (por culpa de la desidia de Andrew Morton, el abogado que encarna Bogart); al igual que Bowie (al que recordemos le llamaban “The Kid”) ha pasado por reformatorios y cárceles, y se ha ido hundiendo cada vez más en la delincuencia, ejemplo vivo del barrio más miserable de la ciudad.
Ella, Emma (una dulce y tierna Allene Roberts), vive con una tía alcohólica, que morirá pronto, quedándose sola. Como Keechie, es una muchacha triste, melancólica, que no confía demasiado en su futuro y que se agarra a Nick como a un clavo ardiendo, pero a diferencia de la protagonista de
They Live By Night, no tendrá fuerzas para seguir adelante cuando compruebe que Nick le ha mentido y que ha vuelto al robo, al juego, al crimen (dando pie a una brutal escena en que, embarazada, se suicida con el gas, momento filmado por Ray con una enorme delicadeza).
Estamos pues ante una pareja en que todo lo que definía a Bowie y Keechie, y en consecuencia su inevitable fatalismo, está más acentuado, las esperanzas aún son menores (hay, sin duda, un cierto determinismo social en la narración).
Como en
A Woman’s Secret, se parte de un acto homicida (en este caso un asesinato, estremecedor: un hombre no identificado mata a bocajarro al policía que lo persigue, de varios disparos, sin piedad), en un inicio electrizante, como el de
They Live By Night. Los primeros minutos es de lo mejor del film. También en esta ocasión se nos va a narrar el pasado de Nick en forma de
flashbacks (cuatro, como bien ha apuntado Alcaudón, el tercero de larga duración). Esos flashbacks sirven para ilustrar la descripción de su pasado que efectúa Morton ante el jurado,
intentando hacerles ver que en lo que se ha convertido Nick es el resultado de una vida de miseria, de injusticia, de pobreza, de ignorancia, en el que han participado de manera destacada los estamentos públicos (en especial el reformatorio, que en lugar de “reformarlo”, lo acaban de llenar de odio y lo convierten en un tipo violento, irascible). Es esta ocasión, como se trata de
flashbacks que van contando linealmente el devenir de Nick no suponen un freno al ritmo del film tan acusado como pasaba en
A Woman’s Secret, aunque remiten a una fórmula narrativa un tanto convencional.
Una vez contado todo ese
background de Nick, el film se convierte en una típica película de juicios, auténtico subgénero en la cinematografía de Hollywood. Como es habitual, se vivirá un duelo entre el abogado defensor (Bogart), un profesional que ha triunfado saliendo del mismo arroyo que Nick, y el fiscal (George Macready), un tipo odioso y malcarado que presenta unos testigos convenientemente manipulados y un tanto caricaturescos.
Aquí el film de Ray prescinde de planteamientos novedosos (aunque filma con ligereza las secuencias) y plantea un duelo claramente maniqueo, hasta el punto de que vemos como el fiscal, que tiende a llamar a Nick “Pretty Boy”, se acaricia a menudo una ostentosa cicatriz que le cruza la cara (¡premio a la sutileza!).
En el desenlace es donde podemos sorprendernos, porque a diferencia de lo que sería habitual, Morton no puede salvar a Nick, ya que el fiscal consigue arrancarle la verdad, y esta es que Nick mató al policía y que ha estado mintiendo todo el tiempo. Morton, golpeado por la revelación, por la confianza burlada, inicia un largo alegato en que intentará evitar a Nick la pena de muerte. El argumento en cierta forma ya ha sido expuesto: Nick Romano es fruto de la sociedad, en consecuencia es tan culpable como lo somos todos nosotros, de ahí que cuando el juez dicte sentencia (que en gesto de coherencia es condenatoria a muerte) Ray sitúa juntos a Romano y a Morton, en un plano picado, de forma que se explicita que condenando a Nick se nos condena a todos nosotros.
El final, sobrio, nos muestra a Nick camino de la silla eléctrica. Tal como ha apuntado Alcaudón, en ese último momento Nick no puede evitar hacer el gesto que muchas veces le hemos visto en el film, se peina su tupé... pero se nos muestra un detalle escalofriante: la coronilla afeitada, signo de la silla eléctrica que le espera.
Knock on Any Door es un film irregular, pero muy apreciable. Tiene momentos excelentes o detalles curiosos (la camisa con manchas de sudor del juez o el rastro húmedo que ha dejado en su butaca; la salida del ataúd que contiene a Emma, visto desde una azotea por Nick;
el inicio ya comentado, de una violencia seca; esos manguerazos de agua fría en el reformatorio, cruel forma de tortura;
el frustrado asalto en la estación de tren, cuando uno de los colegas de Nick cae violentamente desde una cierta altura y revienta contra el suelo; algunos apuntes antirracistas cuando se interroga a un testigo mexicano o a un amigo de Nick, negro; o las ya comentadas secuencias del suicidio y el paseo final hacia la silla eléctrica). Quizá si el juicio no se hubiera planteado de una manera tan convencional, con el recurso al
flashback, y con el duelo maniqueo entre abogado y fiscal, podríamos estar ante un film excelente. Con todo, es una buena película, digna de la filmografía de Ray, y próxima a sus temáticas más reconocibles. Y además dejó para la historia una de las frases más míticas de la segunda mitad del siglo XX: “live fast, die young and leave a good-looking corpse”, que parece un eslogan pensado para tantos músicos de los 60 y 70 (Hendrix, Morrison, Jones, Joplin y un largo etcétera).
Para acabar, apunto algunas presencias destacables dentro del elenco de actores secundarios, excelente como era habitual entonces: Dewey Martin, otro de esos jóvenes rompedores, aunque nunca llegó a estrella, o Vince Barnett (el barman, testigo clave), al que recordaremos como el grotesco Angelo del
Scarface de Howard Hawks.