En plena génesis del movimiento expresionista alemán, el filme El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1919) irrumpe de forma poderosa, ateniéndonos al contenido y a las formas. El contraste poderoso entre luces y sombras en la fotografía conoce aquí un rasgo distintivo más, que generaba una faceta que se integraría al estilo bajo la denominación de «caligarista». Los decorados de Hermann Warm, ofrecidos para la dirección artística de Walter Röhring y Walter Reimann, fueron diseñados con la clara intención de distorsionar las formas, llevándolas hasta los dominios de una realidad alternativa imposible. No existe ortogonalidad en los ángulos arquitectónicos, con puertas y ventanas angulosas, triangulares y trapezoidales, sombras que dibujan caprichosos polígonos en suelos y paredes, incluso estrellados, así como unas medidas distorsionadas alejadas de lo convencional: calles tortuosas, sillas de altísimo respaldo, banquetas elevadas… Se comenta que, por cuestiones económicas, se pintaron los efectos y contrastes de las sombras en los propios decorados, facilitando las tareas de iluminación gracias al poderoso contraste, y permitiendo que la fotografía de Willy Hameister sacara todo el partido posible a la plástica expresionista expuesta, los blancos, grises y negros —pese a que tintaran el filme con diversos tonos: verdoso, azul y sepia, tal como se exhibiera en el estreno— con un mínimo de iluminación; estética heredada, por cierto, del teatro contemporáneo de Max Reinhardt, más que de la propia pintura —expresionismo escénico que evolucionaría, con Murnau, hacia un expresionismo naturalista—. Un planteamiento estético que redundaría en un estado de ánimo, ya que el filme conseguiría afectar en lo psicológico al espectador del momento —y al actual, me atrevería a sugerir—, legando portentosas imágenes, con recargado paisaje de fondo, que llega a calar en el ánimo de cualquiera, consiguiendo que el horror del relato penetre en nuestra mente. Hablamos de la que es considerada la primera película de horror de la historia, pese a los muchos precedentes sobrenaturales y fantásticos legados por la cinematografía francesa, norteamericana y, también, alemana.
La trama iba a ser, en principio, lineal. La acción transcurre en la germana ciudad montañosa de Holstenwall, en plena feria. Llega un doctor misterioso llamado Caligari que solicita al ayuntamiento un permiso para su espectáculo: Cesare, un sonámbulo que es capaz de predecir el futuro. Debido a recibir un trato despectivo por parte del secretario municipal, éste será apuñalado y asesinado esa misma noche. Dos personajes masculinos, el narrador de la historia y su amigo, entran en acción, ambos enamorados de la misma chica —Lil Dagover—. Los tres acuden al espectáculo de Caligari, la barraca en cuyo exterior se lleva a cabo el número de videncia. Uno de ellos pregunta por el tiempo que le resta de vida, recibiendo la asombrosa y terrorífica respuesta: «Hasta el anochecer». Fácil predicción, ya que Cesare se cobra una nueva víctima esa misma noche cumpliendo la predicción, según se aprecia en la sombra armada de afilado cuchillo reflejada en la pared del dormitorio. El amigo del asesinado sospecha de Caligari, mientras la policía detiene a otro criminal. La siguiente víctima ha de ser la chica, según la voluntad del doctor, pero Cesare es incapaz, ante su belleza, de hundir el arma en su cuerpo, por lo que huye con ella en brazos —en una de las primeras imágenes icónicas de la bella y la bestia, imitada hasta la saciedad por la posteridad— para recorrer los laberínticos callejones, puentes y tejados antes de caer desfallecido. Se descubre que Caligari guarda un muñeco, réplica de Cesare, como coartada en sus salidas, por lo que, en el desenlace, es arrestado y puesto a buen recaudo en prisión, no sin antes desvelarse, según las aclaraciones de un viejo texto sobre sonambulismo y de un diario personal, que este individuo, que regenta en verdad un manicomio, imita las tenebrosas y criminales hazañas del verdadero Caligari, un místico que viviera dos siglos antes y experimentara con la hipnosis para conseguir trocar una mente normal en criminal. La narración base —el filme iba a ser realizado en principio por Fritz Lang— sería complementada por un prólogo y un epílogo con la llegada de Robert Wiene a la puesta en escena. En el añadido se justifica que el relato está narrado por el propio protagonista, ante el odio que le despierta el director del manicomio en el que está encerrado, que no es otro que Caligari, ahora con un maquillaje menos siniestro; a la par que el decorado se torna más racional. El hecho de que es una mente alienada la que conduce la historia permite la licencia de las distorsiones referidas de todos los objetos convencionales. ¿Cómo son los sueños de un loco?
Un demencial universo, pues, creado por un pobre demente. Este añadido no evita que podamos llevar a cabo las lecturas psicológicas pertinentes que destila la trama central, su carga testimonial, que habla mucho del miedo del pueblo alemán a ser manipulado por fuerzas militares y políticas que llegarían a cegarlo hasta ponerlo en pie de guerra, como la historia llegaría a demostrar antes y después. El regusto enfermizo de pesadilla pura y abominación mental que destilan todas las situaciones descritas nace del esfuerzo conjunto de dos hombres: Hans Janowitz y Carl Mayer. Es menester referir algunos datos para comprender por qué su unión dio luz a un proyecto tan perturbador, original y transgresor. Janowitz, de entrada, había sido testigo de un asesinato reciente que habría de quedar impune; injusta situación que le haría reflexionar sobremanera, hasta la obsesión más exquisita, acerca de un asesino en libertad presto para actuar a su antojo, reflejándose toda esa tormenta en su guión. Mayer, por su parte, durante el periodo de guerra fue tratado por un psiquiatra de carácter, y esa experiencia habría de servirle en su participación, encarecida por su sensible espíritu de poeta rebelde.
Ambos serían también condicionados por el ambiente derrotista y pesimista, de acuciante crisis, que se respiraba en Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Toda esta morbosa acumulación de ideas, unida a la anarquía plástica ya referida, daría nacimiento a una obra única, modélica, rebelde en su propio y rebelde contexto, que impresiona tanto por el contenido como por el continente. El «qué» y el «cómo» en perfecto maridaje con destino directo al subconsciente colectivo. La frase de propaganda del filme, que se pondría de moda en Berlín al verano siguiente, fue: «¡Usted debe ser Caligari!». Lo que refleja la carga emocional destilada, bien transmitida por los artífices y traducida de forma directa, pese a su lenguaje criptográfico, por la cinefilia inteligente del momento. La figura de Hitler, pese a que el partido nazi ya existía —a esas alturas disponía de un número de sesenta y cuatro miembros—, estaba aún por arribar al país, imponiendo su atroz dictadura y demostrando que la realidad puede ser mucho más espantosa que la más terrible ficción.
Werner Krauss, formidable actor que daría vida a Jack el Destripador en la insólita cinta de sketches El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, Paul Leni, 1924), es el encargado de interpretar al temible doctor e hipnotizador; un individuo con características e inconfundibles gafas redondas de negra montura y blancos cabellos peinados a la manera de surcos, de inolvidable y sardónica sonrisa, que roba la razón y el alma del pobre Cesare hasta convertirlo en una firme mano criminal puesta a su servicio. El sonámbulo sería encarnado por el inconmensurable Conradt Veidt, intérprete denso donde los haya en la historia del género, con una seductora colección de personajes complicados y siniestros, hasta el punto de ser considerado el «Lon Chaney europeo». Su delgadísima figura contrasta con el aspecto orondo —bien alimentado— de Caligari; al igual que sus miradas difieren: frente a los ojos despiertos, resabiados y pérfidos del doctor, dominador de la situación, tenemos los ojos abiertos como ventanas, fugados de la realidad y concentrados en el infinito, de forzado sirviente. El ropaje negro y ajustado de este último, como aderezo significativo, le dan un aspecto enfermizo y enlutado, etéreo, ideal para jugar una de las constantes expresionistas: los personajes como elementos de un universo estético fantasmagórico, confundiéndose con los paisajes envolventes. Es tan oblicua su persona como el entorno que la asila —la cima, en este sentido, se alcanzará con el conde Orlok, del filme de Murnau—. Sus ojos, además, quedan bordeados en un negro de ultratumba; su palidez es palpable y sus movimientos, acartonados, tal que se iniciara en una danza macabra, reflejan que no hay voluntad dentro de su mente; pese a que, como contrapunto, un amago de poesía surja del interior de su corazón a la hora de intentar asesinar a la protagonista —detalle cursi para algunos—. Sabemos, siempre con la certeza de que estamos ante la narración de un demente, que es un mortal más tomado de la masa gris de la humanidad; un vulgar individuo sometido por el poder de una mente criminal superior, que lo domina hasta conducirlo a la ejecución ciega de los crímenes más espantosos —una politización del zombi, que abriría puertas a un mar de películas afectadas, dispersas hacia otro tipo de cine—. Cesare no es ningún muerto viviente, pese a su sospechoso aspecto, que recuerda la frialdad del posible sepulcro, y a reposar en un ataúd de madera en el interior del carruaje del doctor; pero sí un personaje al que han robado la voluntad, a la manera de esos casos de zombis antillanos que la medicina acepta. Es por dicha razón que casi todas las filmografías existentes del tema incluyan el filme de Wiene como el precedente genérico, la primera pieza a referenciar, muchos años antes de que se registraran en celuloide los relatos de vudú y de zombis y, por ende, de muertos que retornan del más allá para despertar las pesadillas en el prosaico mundo de los vivos.