Frankenstein (2004), de Kevin Connor, contaba con el prestigio de nombres como Donald Sutherland y William Hurt, pese a que los dos papeles principales de doctor y monstruo corrían a cargo de Alec Newman y Luke Goss, este último ataviado por cierto con harapiento y oscuro ropaje, cabellera larga, negra y ensortijada, de aspecto humano pero perverso y de pálida piel, con una cicatriz inclinada en la frente. Un aspecto puede que sacado de las propias y sutiles descripciones de Shelley, que recuerda incluso a los primeros grabados de la edición original de la novela. El artesanal realizador británico, al que le debemos títulos austeros y entrañables como La tierra olvidada por el tiempo (The Land That Time Forgot, 1975) antes de dedicarse por completo al mundo televisivo, aquí proponía una nueva visión de la novela, acercándose más al original, capítulo a capítulo, que a los iconos legados por las grandes productoras del género. Detengámonos un poco, ya que la seriedad y sensibilidad de esta nueva incursión así lo requieren.
De entrada, resulta obvio que el telefilme está estructurado a la manera de la obra original, partiendo de las bellas tomas en el Ártico, en concreto en el barco donde el científico narrará a la manera de flasback su terrible experiencia vivida, hasta confluir en un desenlace que nos muestra como plano final el poético subrayado literario: «Y se perdió en la oscuridad y la distancia». El argumento se molestará en mostrarnos cómo nace la obsesión en el joven Victor, con la mirada vacía de esa liebre muerta, para continuar con su perro y, posteriormente, con el óbito de su propia madre. Observador de la naturaleza y de las estrellas —balcón más idóneo para la apertura de la mente y el alma—, la caída de un rayo abrirá las puertas de par en par de su imaginación. La universidad, con todo su caudal de conocimientos, será su inmediato destino. Por el contrario al filme de Branagh, esta transición será más dinámica e inmediata, evitándose una premiosidad melodramática que lastre la trama. Así, minuto a minuto, todos los pasajes serán respetados, desde la búsqueda de cuerpos sacados de una fosa común, pasando por los avatares del monstruo, sus pesares e ingratas vivencias que lo llevarán al homicidio, hasta el desenlace. Existe una secuencia de persecución por parte de los aldeanos que nos recordará a la Universal; al igual que cuando el monstruo se mira en las aguas de un estanque y rompe su imagen. Incluso tendremos a la niña, esta vez en una charca de patos, pero sin que exista aquí un desenlace funesto. Agradable, por demás, encontrarnos de nuevo con la exquisita Sonata Claro de luna, sirviendo de soporte al encuentro dramático entre creador y creado en la secuencia de la frustrada creación del monstruo hembra.
La fotografía de Alan Caso se esfuerza, con esos verdes rabiosos, en sacar el máximo partido a los bellos paisajes que constantemente alegran la vista del espectador, pese al menguado formato televisivo. Al igual que esos adecuados decorados: universidad, laboratorios, cabaña, etc., que dan ambiente tanto a las acciones del doctor, como a las de la criatura. La localizada parte de la creación, tan sintética y soterrada en la novela, aquí se nos muestra moderadamente explícita. No se nos facilitará teoría alguna, es obvio, pero veremos al joven estudiante experimentar con una rana y un perro, y posteriormente, rodeado de todos los elementos básicos para llevar a cabo sus planes de crear vida, seremos testigos de su ardua y sórdida tarea: coserá los trozos de cadáveres cenicientos hasta configurar el nuevo cuerpo que desea, y aplicará los electrodos para que la electricidad culmine el estadio final del proceso. Una de las mejores secuencias nos revelará el rostro del nuevo ser, bajo las gasas, que, tras el formidable envite eléctrico de la tormenta, comenzará a respirar en primer plano, con Victor desenfocado al fondo. Su desmayo ante las circunstancias que lo desbordan dará paso a la pesadilla viviente de enfrentarse al espanto que ha creado, dando pie a unas alucinaciones posteriores que nacerán de los remordimientos motivados por su falta de responsabilidad.
En esta ocasión estamos ante una criatura que, merced a los habitantes de una cabaña del bosque —abuelo ciego que toca el violín incluido—, aprende a ver la vida reflejada en ellos. Es lo que desea en su interior. Robará para comer y leerá libros, pero el rechazo de los demás, ante su sobrenatural aspecto, lo convertirán en monstruo. El dramatismo shelleyano está servido. La única pega es el talante de este personaje, pese al deliberado intento de fidelidad. Se le nota falta de carisma e impresiona poco por su frágil aspecto general. No era menester de emular los esquemas de Pierce, sino de configurar un rostro y físico de mayor pujanza y carisma, favorecedor de un mejor clima de suspense que elevara los estadios de terror de una trama, por lo demás, ya digo, suficientemente cuidada en su planificación global.