20. Nazarín (1958)
Primera adaptación de Benito Pérez Galdós que Buñuel llevó a la pantalla (la segunda sería, ya en tierras hispanas, Tristana). Para ello le acompañó en el guion su amigo y paisano (y compañero en el exilio) Julio Alejandro. No he leído la novela (cosa que espero remediar en los próximos días aprovechando el parón sitgetà), pero obviamente se cambió la localización, de Madrid a México, situando la trama en plena dictadura del general Porfirio Díaz (al que ya hemos visto aparecer de una manera u otra en sus películas, por ejemplo como héroe del ciego de Los olvidados; aquí vemos un retrato suyo colgado de una pared), gobernante mexicano en el momento de publicarse la novela (1895), referencia que intuyo era también una forma de recordar que en España mandaba otro general dictador.
La trama se centra en las desventuras de un pobre “diablo”: el curilla Nazario, “Nazarín” (Paco Rabal, por supuesto), que lleva una vida miserable en una cochambrosa pensión, irónicamente llamada “Mesón de los héroes”. Entre esos seres “heroicos”, además del cura bueno para nada (que defiende su desprendimiento de las cosas con un “nada es de nadie”), que malvive de dar algunas misas, encontramos una prostitutas pintarrajeadas que, como las gracias, van en grupo de tres: Andara (magnífica Rita Macedo, a la que ya vimos como Patricia en Ensayo de un crimen), la Camella y la Prieta.
Se cobija en la misma casa una mujer emocionalmente inestable, con tendencia al suicidio (o a simularlo), Beatriz (espléndida Marga López), humillada por un charro chulesco, el Pinto (Noé Murayama), al que, en una ensoñación, muerde en la boca, en una de esas imágenes oníricas tan típicamente buñuelianas.
Andara, que apuñala a su colega la Camella, busca y obtiene refugio en la habitación de Nazarín, donde Buñuel juega con la imagen de un Ecce Homo que transforma su rostro doliente en una mueca burlona y acusadora hacia la pecadora.
Nazarín, como el Cándido de Voltaire, cree que hace el bien, pero sus intervenciones más bien provocan el caos y traen más desgracias que beneficios. La protección de Andara deviene un escándalo, incendio provocado incluido, que le acarreará la pérdida de su derecho a ejercer el sacerdocio.
Tiene que irse de la ciudad. Prueba a ganarse el pan trabajando solo por comida, pero lo que ocasiona es un enfrentamiento entre el patrón y los obreros. Posteriormente, su intento, a regañadientes, de curar una niña enferma, desencadena el fanatismo supersticioso de un grupo de mujeres, que parecen unas posesas.
Por si no tuviera bastantes problemas para sobrevivir, se le adhieren como lapas Andara, huida de la justicia, y Beatriz, abandonada por el Pinto. Como una especie de Don Quijote, Nazarín va encontrándose por el camino con situaciones pintorescas, hasta recalar en un pueblo apestado. Buñuel lo filma de manera que, en algunos planos, me hace recordar Las Hurdes, como ese de la niña arrastrando un paño blanco.
Una moribunda rechaza los auxilios espirituales de Nazarín reclamando la presencia de su hombre: “no cielo, Juan”, con lo que el curilla ve frustrado su rol sacerdotal.
Uno de los episodios más bellos, uno de los pocos en su filmografía en que Buñuel nos muestra un amor puro (o lo más cercano a él), es el del enano Ujo (Jesús Fernández, que también aparecerá en Simón del desierto). Ujo, el pequeño “chaparrito”, se enamora de Andara, aunque sea “fea y pública”, lo que divierte, pero en el fondo enternece a la prostituta. Buñuel contaba una divertida anécdota: como el personaje de Ujo utilizaba repetidamente según el guion la expresión “coño”, algo que no podía superar la censura, se cambió por “puño”, un eufemismo de lo más divertido.
Nazarín, que en general es visto más como un estorbo que como alguien útil, acaba en una cuerda de presos, junto a Andara. En ella será objeto de burlas de varios de ellos, en especial del que interpreta Luis Aceves Castañeda (lo recordamos de Abismos de pasión),
aunque acaba siendo defendido por el buen ladrón (Ignacio López Tarso), como si se tratase de Cristo en la cruz.
En la secuencia final, una de las más bellas, enigmáticas y emotivas de Buñuel, Nazarín, que parece haber despertado de su sueño de beatitud, lo que lo convierte en un ser dubitativo, quebrado, sin el paraguas de una fe idealizada, recibe la caridad de una campesina que le entrega una piña. Con la piña en brazos, marchará hacia su destino mientras en la banda sonora suenan los atronadores tambores de Calanda.
Film denso, muy bien construido en su guion, excelentemente filmado por el preciosista Gabriel Figueroa (aunque tuvo que aceptar que Buñuel le impidiera caer en el cartepostalisme, que diría Bresson, incluyendo el Popocatepelt dentro del plano), y magníficamente interpretado. Todo el reparto está muy bien, pero destaca en especial Paco Rabal en un composición de Nazarín espléndida. Como he tenido conocimiento de que el amigo Alexva a soltar vinagre a chorro sobre el murciano, me apresuro a defenderlo, hasta el punto de que tendrá muchos números de ser mi “chico Buñuel” preferido en el cuestionario final (aunque hay dura competencia). Es conmovedor cómo con una enorme economía de medios y un lenguaje corporal ajustadísimo
es capaz de representar, primero, a ese cura ingrávido, un infeliz, y después, al final, su transformación.
Tras el lapso festivalero, volveremos con otra de esas películas híbridas, rodada en México en francés, con un reparto mixto: La fièvre monte à El pao. Antes, espero comentar brevemente lo que me ha parecido la novela de Galdós y sus diferencias con la película.