06. Los olvidados (1950)
Los olvidados fue esa “verdadera película” que el productor, Óscar Dancigers, le comentó a Buñuel que por fin podrían hacer después del éxito comercial de El gran calavera. De paso, fue el reencuentro de Buñuel con el cine de vanguardia y atrevido de sus inicios, veinte años después de L’âge d’or.
En apariencia, Los olvidados podría considerarse un film dentro de la corriente neorrealista que se extendió por todo el mundo después de la II Guerra Mundial, esa que en Italia convirtieron en estandarte los De Sica o Rossellini. Incluso uno podría ver en ella una suerte de Sciuscià a la mexicana, saltando de Roma a Ciudad de México, tomando también como protagonistas a los chicos de la calle. De hecho, el inicio del film le otorga un tono documental y universal. Un rótulo nos dice: “esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos”, mientras que una voz en off nos advierte de que todas las grandes ciudades (y se cita Nueva York, París y Londres) pueden ser “semillero de futuros delincuentes”. Incluso se avanza una valoración negativa: la conclusión del film, se dice, “no es optimista”, y acaba con una llamada a “las fuerzas progresivas de la sociedad” para intentar poner remedio al drama.
Pero Buñuel va mucho más allá. Sin dudar de que le interesaba también, a título documental y como interpelación a una sociedad injusta, tratar el tema de la pobreza y el hambre centrándolo en el eslabón más débil, el de la infancia, es evidente (y de ahí la grandeza del film) que al director aragonés le interesaban también muchos otros aspectos. Y uno de ellos, el más llamativo, el que ha perdurado más en el tiempo, es esa mirada a lo subconsciente, al mundo de los sueños y de los traumas, a ese componente, “irracional” si se quiere, que es inseparable del comportamiento humano.
Así, hay dos películas en una, perfectamente ensambladas. Por un lado, una cruda descripción de las dificultades de vivir en una ciudad masificada donde impera la pobreza y la desigualdad, de la falta de esperanza para unos chicos abocados a ser delincuentes para sobrevivir. En esa línea, el tratamiento puede parecer hasta cierto punto convencional (a pesar de ello, la denuncia explícita ocasionó un auténtico escándalo en México): El Jaibo (Roberto Cobo) es un joven que se ha fugado del correccional, sin familia, sin trabajo, que solo sabe de imponer su fuerza para convertirse en una especie de héroe callejero (un poco como esos jóvenes descarriados que en el cine negro norteamericanos acababan convertidos en matones miembros de las bandas de gánsteres).
Entre sus acólitos se encuentra Pedro (Alfonso Mejía), niño aún, que busca sin éxito el calor y el amor de su madre (siendo él el fruto de una violación).
Por otro lado, “Ojitos” es un niño abandonado por su padre en el mercado, un “fuereño”, una muestra de que la miseria en el campo arrastra la población hacia la gran ciudad.
La película sigue los itinerarios de estos tres personajes. “Ojitos” acabará convirtiéndose en el lazarillo de Don Carmelo (Miguel Inclán), un viejo ciego, añorante de los tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz, que se gana la vida cantando y contando historias en los mercados (resuenan, sin duda, novelas picarescas como "El lazarillo de Tormes" o "El buscón" de Quevedo).
El Jaibo, incapaz de integrarse en la sociedad, busca vengarse de Julián, un muchacho al que considera responsable de su encierro. Con la colaboración de Pedro, lo mata a golpes. Desde ese momento, se sitúa irremesiblemente “fuera de la ley”.
Pedro, por su parte, es el personaje más complejo. Fascinado en parte por el Jaibo, desea en el fondo ser un niño querido por su madre (brillante Estela Inda). Mucho se ha hablado de lo edípico de la relación imposible entre Pedro y la madre, y de Jaibo a la vez atraído sexualmente por la mama de Pedro y también por esa figura materna de la que carece.
Todos estos personajes van a confluir a menudo en el establo de Meche (Alma Delia Fuentes), la hermana de uno de los miembros de la banda del Jaibo, Cacarizo (Efraín Arauz). Su pequeño establo, con burras, cabras y gallinas, será refugio y también lugar para la atracción sexual (la que siente el Jaibo por Meche o incluso la de Don Carmelo) y para la muerte (la de Pedro a manos del Jaibo).
Pero si todo este drama realista podría haberse quedado solamente en el ámbito de la denuncia sociopolítica (hay un atisbo de ello en la figura del director de la escuela donde ingresa a la fuerza Pedro, interpretado por Francisco Jambrina, el hermano sensato de El gran calavera) o en el del melodrama lacrimógeno, Buñuel introduce a lo largo del metraje una serie de momentos que hacen que el film salte a otro nivel.
Cito algunos de esos momentos: cuando la banda del Jaibo golpea a Don Carmelo y le destrozan el tambor, el viejo ciego acaba encarado con una gallina (aquí Buñuel añade que él hubiera querido introducir un detalle todavía más surrealista: situar en un edificio en construcción que se ve al fondo del plano una orquesta de cien músicos sin que se les oyera); más adelante, vemos a “Ojitos” mamando directamente de la ubre de una cabra, función nutricia de los animales que tiene su paralelo en la lecha de burra que recibe Don Carmelo como pago a sus servicios como curandero, cura que consiste en pasar una paloma, atada a la cama, por la espalda dolorida de la madre de Meche; la escena del tullido (cuya voz dobló el propio Buñuel) al que roban y dejan desvalido en medio de la calle;
por supuesto, la sensual y perturbadora escena en que Meche se frota brazos y piernas con leche de burra bajo la mirada atenta del Jaibo (y del espectador);
la relación sexual del Jaibo con la madre de Pedro en un fuera de campo explícito mientras en la calle los niños asisten al espectáculo de los “perritos”; ese huevo lanzado directamente a la cámara por Pedro, cuando se encuentra en la escuela granja; el “perro sarnoso” que se acerca al Jaibo en su imaginación mientras agoniza a consecuencia de los disparos de la policía;
o ese final escalofriante cuando Meche y su abuelo transportan el cadáver de Pedro hasta las afueras y lo lanzan a un vertedero.
Cualquiera de estos momentos nos hace ver que Los olvidados es algo más que un drama realista (o neorrealista), pero me he dejado para el final la secuencia más relevante, la del sueño de Pedro: filmada mediante un inquietante ralentí, Pedro, en la cama de su casa, se desdobla;
las gallinas revoloteando por la estancia; debajo de la cama se encuentra Julián, ensangrentado y, a pesar de ello, riendo;
la madre se le acerca y le acaba ofreciendo un enorme pedazo de carne,
pero también de debajo de la cama surge el Jaibo para arrebatárselo, mientras fuera estalla una tormenta. Durante la escena oímos la voz de la madre y la de Pedro, pero casi siempre sin mover los labios, como en la escena del jardín de L’âge d’or. Secuencia de filiación claramente surrealista, una vez más los sueños de Buñuel son de lo más perturbadores (me recuerda la fascinante habilidad para filmar los sueños de otro gran director: Ingmar Bergman).
Película maravillosa, no ha perdido ni un ápice de su fuerza. Aunque son Un chien andalou y L’âge d’or los films que suelen servir para ilustrar el surrealismo buñueliano, su cine más vanguardista, a mí personalmente me parece que es con Los olvidados con la que Buñuel llega a su punto más alto... al menos hasta el momento. Paradójicamente, Buñuel comenta en sus memorias que el rodaje fue rápido pero se desarrolló en un clima de hostilidad, ya que la mayoría del equipo estaba en contra de la manera de mostrar la sociedad mexicana. Afortunadamente, el film, con guion de Buñuel y de Luis Alcoriza y fotografía del gran Gabriel Figueroa, llegó a buen puerto, aunque fue inicialmente un fracaso comercial (solo se mantuvo cuatro días en cartel, dice el aragonés). Tiempo después, cuando el director fue premiado en Cannes, la película se volvió a programar, esta vez con éxito.
Hay un dato que no he podido contrastar y que se recoge en imdb, una referencia a un supuesto noveno rollo de película con un final feliz alternativo: Recently a ninth roll of the movie was found after decades of thinking that the movie only had eight. The ninth roll includes an alternative "happy" ending, and is included in a new DVD released in Mexico with a book about the movie.” No sé si alguien tiene más información sobre este otro final, del que, en todo caso, Buñuel nada dice en sus memorias.
La siguiente entrega será Susana, a veces titulada con el añadido de Carne y demonio o Demonio y carne (por ejemplo, así se titula el DVD de Cameo), de la que Buñuel no tiene gran cosa que decir en sus memorias, aunque yo tengo buen recuerdo de ella.