Después de la versión en color de 1956, me he atrevido con
Los diez mandamientos, versión de 1923, de Cecil B. DeMille. Primero de todo hay que aclarar, para quien no la haya visto, que no se trata de “la versión muda” de la historia de Moisés, como sí hubo una versión muda de
Ben-Hur. Se trata de un film con dos partes situadas en épocas distintas y distantes, a la manera de
Intolerancia, algo muy de moda en aquellos años, aunque en este caso las líneas narrativas no se alternan.
La primera parte, a modo de prólogo, ilustra sólo algunos episodios de la historia de Moisés. De entrada nos sitúa en un Egipto que ya ha sufrido las nueve plagas. Ante el empecinamiento del faraón, Moisés lanza la última amenaza: la muerte de los primogénitos. Después del fallecimiento del hijo del faraón, los hebreos consiguen liberarse del yugo egipcio y partir hacia la Tierra Prometida. Se nos muestra el paso del Mar Rojo y la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés, mientras su pueblo se desmadra a base de orgías y de adorar al Becerro de Oro (con todos los detalles lascivos típicos del cine de DeMille). Cuando regresa Moisés, lo que ve le lleva a reaccionar furiosamente contra su pueblo, a invocar la ira del Señor, dando como resultado una auténtica carnicería. Tan ejemplar preámbulo, se cierra más o menos cuando la película lleva transcurridos unos 45 minutos: hasta entonces hemos visto la ilustración, como si de estampitas se tratara, de la historia que cuenta alrededor de la mesa una madre furibundamente intolerante y ultraconservadora a sus hijos. El Moisés de esta versión carece de los matices del de la de 1956, es un personaje de una pieza, con el aspecto de un venerable profeta bíblico, acartonado y teatral. Aunque hay ritmo en la secuencia de los carros de combate egipcios y deslumbra el aparato escenográfico, creo que esta parte está muy por debajo de la versión moderna.
Pero, para mí, la película auténticamente interesante empieza cuando finaliza el prólogo. Y eso que nos encontramos con un melodrama hasta cierto punto tópico, de conflicto entre dos hermanos: uno bueno, amable, creyente y respetuoso con su madre (que, además, es carpintero: como dijo aquel, “no hace falta decir más”); el otro juerguista, blasfemo, irrespetuoso, ambicioso, mujeriego, un vivalavirgen. Cuando aparece una muchacha descarriada que merece la atención de los dos hermanos, lo que sigue a continuación es lo que todos podemos esperar de un apólogo moral de esta guisa… o no, porque DeMille no se anda con chiquitas: a su lado el nacionalcatolicismo rampante de la España de la posguerra casi parece una frivolidad. El dramón es de cuidado, la perversa venganza por el desprecio mostrado a los diez mandamientos por parte del hijo “malo” supera con creces lo esperable. Como si de Moisés canalizando la ira divina contra los idólatras hebreos adoradores del Becerro de Oro se tratase, la Providencia divina da buena cuenta del impuro pecador, aunque por el camino se cobre vidas inocentes. No destapo los detalles porque hay que verlos para creerlos.
La película, no obstante, me genera un problema de difícil solución. Se me ocurren pocos discursos morales más alejados de mi manera de ver las cosas que el que nos endilga DeMille, pero paradójicamente el film me parece excelente, una perversión melodramática digna de Stroheim, pero perfumada con incienso de sacristía. Quizá la respuesta se encuentre en la fuerza extraordinaria de las imágenes. Una vez más, DeMille pone de relieve que el cine silente llegó a unas cotas de perfección tales en la fuerza expresiva del lenguaje visual como, a mi modo de ver, en raras ocasiones se han conseguido alcanzar en las siguientes décadas.
Añado dos referencias cinéfilas para los amantes de encontrar conexiones visuales entre films: hay una secuencia en que el personaje de la mujer del hijo “malo” sube al techo de una iglesia en construcción para encontrarse con el hijo “bueno” que recuerda el final de
El manantial, de King Vidor, aunque no tiene la potentísima carga erótica que se establece entre Patricia Neal y Gary Cooper en la famosa adaptación de la novela de Ayn Rand; en otra secuencia, el desplome de una mujer herida mortalmente se ilustra con la ruptura de las anillas de una cortina, como en la célebre secuencia de la ducha de
Psycho.