Bueno, poca broma con la siguiente película.
Ayer tuve ocasión de ver, no en casa sino en la Filmoteca, uno de los films más sorprendentes que he visto en mi vida,
Tomorrow, the World!, de un director del que no había oído nunca hablar, Leslie Fenton. Se trata de un film de 1944, o sea en plena fase final de la II Guerra Mundial, encuadrable dentro del cine de propaganda que produjo Hollywood, aunque vista hoy en día más parece un esperpento de dudosa eficacia propagandística. Estamos ante la traslación a la pantalla de la obra teatral del mismo título de James Gow y Arnaud d’Usseau, estrenada con éxito (!!) en Broadway el año anterior.
El planteamiento propagandístico ya no gira alrededor de la necesidad de intervenir en la guerra, de despertar el ardor guerrero de los jóvenes norteamericanos ni de avivar conciencias por la pérdida de libertades en la Europa democrática, sino más bien en cómo actuar ante la que parecía inminente derrota alemana. El panorama futuro que se intuye es la de un país con millones de ciudadanos a los que el nazismo ha lavado el cerebro sirviéndose de las tópicas virtudes germanas (disciplina, orden, método) para moldear unos seres despiadados, fanáticos, capaces de servir hasta la muerte (la propia y la de los demás) al III Reich y al Führer. Y todo ello encarnado en la figura de un niño de casi 12 años, Emil Bruckner, huérfano de padre y madre (el padre murió se supone que asesinado por los nazis por sus convicciones democráticas, aunque el hijo dice que se suicidó cobardemente), que viaja desde Alemania a Estados Unidos (primer detalle sorprendente en plena guerra) para vivir con la familia de su madre, el tío Mike (un sobrio Fredric March) y la solterona tía Jessie (la siempre solvente Agnes Moorehead). El primer signo de que algo no funciona bien en la cabeza de Emil es que lo primero que hace el chico al llegar es presentarse vestido con el uniforme de las juventudes hitlerianas, brazalete con la esvástica incluido.
Su manera de pensar, que no duda en expresar en cualquier momento, es un muestrario de tópicos racistas y supremacistas (y tristemente verídicos) de la ideología nazi, pasando por el desprecio a los judíos (Leona, papel interpretado por Betty Field, es la novia judía de Mike, que es viudo, y además será la profesora de Emil), los eslavos (un muchacho vecino es de origen polaco) y las mujeres en general, a las que considera inferiores.
A pesar de ello, Emil demuestra grandes dotes para el mando y una enorme capacidad manipuladora. El drama se va acentuando día a día hasta la catarsis final que conllevará el evidente mensaje de que, a pesar de todo, hay que ayudar a esos infantilizados alemanes que se han dejado fanatizar a base de propaganda y violencia. La propuesta es tan exagerada, tan inverosímil, tan ridícula en muchos momentos, que uno acaba con la sensación, a pesar de algunos detalles interesantes (como una agresión a su prima Pat fuera de campo, o la persecución de Emil campo a través por parte de otros muchachos), de haber visto un film grotesco, y con la duda de qué sentía el público norteamericano en su día después de verla (ayer en la sala las caras eran de perplejidad y de no saber bien qué pensar de lo visto). Por descontado, el máximo protagonista de la función es Skip Homeier (en su debut), el joven actor que encarna a Emil con convicción, forzando un acento alemán de manera que casi escupe las palabras, y al que también dio vida en Broadway. A Homeier lo podemos localizar en films como
El pistolero, de King;
A bayoneta calada, de Fuller;
Los diablos del Pacífico, de Fleischer; o
Estación comanche, de Boetticher, y mucha televisión en los 50, 60 y 70. En resumen, una rareza, eso sí, obligada para interesados en el cine de propaganda hollywoodiense.
