Mi cuota de cine “religioso” para esta Semana Santa ha consistido en dos films muy distintos y distantes:
Por un lado el clásico español
Marcelino pan y vino, de Ladislao Vajda, basado en un relato de un falangista conspicuo, José María Sánchez Silva, que fuera periodista de “Arriba” y guionista junto a José Luis Sáenz de Heredia de
Franco: ese hombre, panfleto a mayor gloria del dictador. Pese a formar parte de esa retahíla de cine ultracatólico y conservador, a menudo casposo y estomagante, con que se nos castigó durante muchos años en Semana Santa, el film de Vajda es a mi modo de ver un film magnífico, no muy alejado del gran
El cebo, del mismo director hispano-húngaro. Vajda empapó la narración de elementos inquietantes, oscuros, crueles, que no sé si están presentes en el relato de Sánchez Silva, entregando un film que para mí tiene más de cine fantástico, por momentos terrorífico, que de apólogo moral o religioso. Para empezar, la historia de Marcelino la cuenta un fraile franciscano a una niña que se encuentra en su lecho de muerte (visto el desarrollo del film, el arranque tiene narices). Así, en un largo flashback que dura todo el film, salvo la breve coda final, se nos narran las aventuras y desventuras de ese niño abandonado a la puerta de un convento franciscano, levantado a duras penas por los frailes sobre la ruinas de un caserón solariego. El niño crece algo asilvestrado entre campos y roquedales, ocasionando en su primera visita al pueblo un auténtico desastre que echa a rodar la feria que hay organizada, lo cual aumenta la inquina de algunos lugareños, en particular del alcalde. Poco después, en un momento digno de Buñuel, un escorpión pica a Marcelino y lo lleva a las puertas de la muerte, de ese “cielo” donde se supone que mora su madre (de la cual, no obstante, nunca vamos a saber nada de nada, ni si está viva o muerta). Un buen día, Marcelino encuentra en la buhardilla del caserón a un “hombre” colgado de una cruz, al que lleva pan y vino. Ese “hombre” es una figura de Cristo que, en uno de los momentos más terroríficos, cobra vida. Al final, se obra el milagro y el pequeño consigue acceder al cielo donde espera encontrar a su madre, al igual que “el hombre” tiene allá la suya, en una secuencia bañada en una luz espectral acongojante. Quizá resulta un tanto cargante la voz de Pablito Calvo, que no era suya sino de Matilde Vilariño, por ese efecto a veces nefasto de grabar a un adulto (generalmente una mujer) adoptando vocecita de niño.
De esta misma historia, hay otras adaptaciones para cine y televisión que desconozco, entre ellas un film de Luigi Comencini de 1991.
La otra película “religiosa” ha sido
Jesus Christ Superstar, de Norman Jewison. Desde el lejano 1975, cuando la vi de estreno en el cine Aribau de Barcelona, en una sesión matinal del oportunísimo 1 de mayo (día de comuniones por antonomasia, al menos en aquellos tiempos) y con la doble emoción que representaba ver aún en tiempos de Franco un film como este, muy polémico en su día, y superar el acceso a un film para mayores de 18 años (cuando a mí me faltaban un par), esta película la he visto en numerosísimas ocasiones y siempre me ha dejado un buen sabor de boca. Ejemplo de ópera rock (uno de los pocos), el musical de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice fue llevado a la pantalla por Jewison con notable acierto, tanto a la hora de escenificarlo (en ese tórrido paisaje desértico israelí) como en su reparto: tanto Ted Neely (Jesús), Carl Anderson (espléndido Judas) como Yvonne Elliman (maravillosa María Magdalena, cantante filipina que participó en algún disco de Eric Clapton) parecen hoy en día elecciones insuperables, a pesar que hubo otros candidatos para los distintos papeles: por ejemplo, para Jesús, desde un jovenzuelo John Travolta al cantante de Deep Purple, Ian Gillan, que estaban en aquel entonces en primera línea.
Aunque hay elementos que han envejecido mal, en particular las coreografías, dignas de Giorgio Aresu en algún temible programa de Valerio Lazarov (y los que os habéis criado durante los setenta sabréis a lo que me refiero), la película se mantiene fresca y lozana, bien interpretada y con notables e ingeniosos recursos escénicos. La banda sonora cuenta con algunos bellos temas, como por ejemplo “I Don’t Know How to Love Him”.
Quizá sea un particular
guilty pleasure, pero a mí me sirve como la magdalena de Proust para retroceder 40 años atrás… y no morir en el intento. Curiosamente, tratándose de un film sobre la pasión de Cristo, y a pesar de que mi acercamiento no tiene ninguna connotación religiosa (o quizá precisamente por ello), es un film que me trasmite una enorme
joie de vivre.