Dos propuestas más o menos terroríficas:
Life, de Daniel Espinosa, es un mediocre film de terror en el espacio, inspirado directamente en
Alien, aunque carece de casi todo lo que convirtió el film de Scott en una obra maestra del género. En este caso nos encontramos en el seno de una estación espacial de carácter multinacional (como mandan los cánones de la corrección política), en donde se experimenta con unas muestras extraídas del suelo de Marte a la búsqueda de organismos vivos. Localizan vida celular en estado de hibernación, pero cuando la despiertan de su sueño milenario comienzan los problemas, debido a su crecimiento descontrolado y su voracidad extrema. Todo lo que va a pasar a continuación es de lo más previsible (o no tanto, porque la torpeza con que actúan los astronautas es desmesurada), salvo el giro argumental final, que reconozco que me sorprendió por lo poco feliz que resulta. Los buenos efectos especiales y la presencia del siempre solvente Jake Gyllenhaal no salvan la función, quedando el film, a mi parecer, relegado al montón de lo prescindible.
Rojo profundo, de Dario Argento. Hace un tiempo comenté
Suspiria, que me dejó un muy buen sabor de boca por lo atrevido de la propuesta, por el desparpajo con que Argento se lanzaba a contarnos una historia de terror extremo, en una explosión de color y sonido. En este otro film, rodado un par de años antes, Argento aún se mueve en un terreno cercano a
giallo, más convencional: se cometen una serie de asesinatos que tienen por autor un individuo al que no vemos nunca el rostro, que realiza sus actos criminales con los preceptivos guantes negros, el uso de armas cortantes y con la perturbadora referencia a una posible infancia traumatizada en forma de musiquilla infantil y uso de muñecos. Un pianista británico (David Hemmings), que se encuentra en Roma dando clases de música jazz, investiga el caso (de una forma un tanto inverosímil por lo osada), impulsado por el hecho de ser testigo ocular del primer crimen. Como suele ser habitual en estos casos, el film se compone de diversas impactantes
set pieces alrededor de los asesinatos y mantiene la duda sobre quién es el asesino hasta el final (incluido el desvelamiento de un aparente culpable que finalmente no lo es). Argento entrega un trabajo notable desde el punto de vista visual y muy competente en lo narrativo, con la ayuda de una poderosa banda sonora de los habituales Goblin, que recuerda a menudo el
Tubular Bells de Mike Oldfield, tan de moda en aquellos años.
