—¿Maese Aldragoran? —dijo una mujer que se apoyó en la mesa—. Me hablaron de vos como un mercader que sostiene una amplia correspondencia con palomas.
Se fijó primero en sus joyas, naturalmente, por la fuerza de la costumbre. El fino cinturón de oro y el largo collar tenían incrustados rubíes de muy buena calidad, al igual que uno de los brazaletes, junto con algunas piedras azules y verde pálido que no reconoció y, por ende, desestimó como carentes de valor. El brazalete de oro que le adornaba la muñeca izquierda, una joya rara unida a cuatro anillos por cadenillas planas y con un intrincado cincelado, aunque no llevaba gemas; sin embargo, los otros dos brazaletes tenían engastados buenos zafiros así como varias más de esas piedras verdes. Dos de los anillos de la mano derecha lucían también aquellas piedras verdes, pero en los otros dos brillaban zafiros singularmente finos. Singularmente finos. Entonces cayó en la cuenta de que la mujer llevaba un quinto anillo en esa mano, junto a uno de los anillos con la piedra sin valor. Una serpiente dorada mordiéndose la cola.
Alzó la vista bruscamente hacia la cara de la mujer y sufrió un segundo sobresalto. El semblante, enmarcado por la capucha de la capa, era muy joven, pero llevaba el anillo y había pocas mujeres tan necias de llevarlo si no tenían derecho. Había visto Aes Sedai jóvenes con anterioridad, en dos o tres ocasiones. No, no era la edad lo que lo había impresionado. Pero en el frente lucía el ki’sain, el punto rojo de una mujer casada. No parecía malkieri. No hablaba con acento malkieri. Mucha gente joven tenía el deje de Saldaea o de Kandor, de Arafel o de Shienar —él mismo tenía el de Saldaea— pero esa mujer no hablaba en absoluto como alguien de las Tierras Fronterizas. Además, no se acordaba de la última vez que había oído hablar de una joven malkieri que hubiera ido a la Torre Blanca. La Torre le había fallado a Malkier cuando más la necesitaba y los malkieri le habían dado la espalda a la Torre. Aun así, se puso de pie con premura. Con las Aes Sedai, era aconsejable mostrarse siempre cortés. En los oscuros ojos de la mujer había fuego. Sí, la cortesía era juiciosa.
—¿En qué puedo ayudaros, Aes Sedai? ¿Deseáis enviar un mensaje a través de mis palomas? Para mí será un placer. —También era juicioso conceder cualquier favor que pidiera una Aes Sedai, y lo de las palomas era un favor pequeño.
—Un mensaje a todos los mercaderes con quienes mantengáis contacto. El Tarmon Gai’don está muy cerca ya.
—Eso no tiene nada que ver conmigo, Aes Sedai. —Se encogió de hombros con incomodidad—. Soy un mercader. —Le pedía muchas palomas. Mantenía correspondencia con mercaderes incluso de lugares tan alejados como Shienar—. Pero enviaré vuestro mensaje. —Lo haría, por muchas aves que hicieran falta. Sólo los tontos de remate dejaban de cumplir una promesa hecha a una Aes Sedai. Además, quería librarse de ella y de sus alusiones a la Última Batalla.
—¿Reconocéis esto? —dijo ella mientras tiraba de un cordón de cuero que llevaba colgado al cuello debajo del vestido.
Aldragoran se quedó sin aliento y alargó la mano para rozar con el dedo el pesado sello de oro que pendía del cordón. Grabada en el sello se veía la grulla en vuelo. ¿Cómo se había hecho con eso? ¿Cómo, en nombre de la Luz?
—Lo reconozco —contestó, la voz enronquecida de repente.
—Me llamo Nynaeve ti al’Meara Mandragoran. El mensaje que deseo enviar es éste: Mi esposo cabalga desde el Fin del Mundo hacia el desfiladero de Tarwin, hacia el Tarmon Gai’don. ¿Cabalgará él solo?
Aldragoran tembló. No sabía si reía o si lloraba. A lo mejor las dos cosas. ¿Que era su esposa?
—Enviaré vuestro mensaje, milady, pero no tiene nada que ver conmigo. Soy un mercader. Malkier está muerta. Muerta, os digo.
El fuego de los oscuros ojos se intensificó y la mujer asió prietamente la larga trenza con una mano.
—Lan me dijo una vez que Malkier seguiría viva mientras un hombre llevara el hadori en señal de que luchará contra la Sombra, mientras una mujer llevara el ki’sain en señal de que enviará a sus hijos a luchar contra la Sombra. Llevo el ki’sain, maese Aldragoran. Mi esposo lleva el hadori. Vos también. ¿Cabalgará Lan Mandragoran solo hacia la Última Batalla?
Reía, y la risa lo sacudía. Y, sin embargo, sentía correrle las lágrimas por las mejillas. ¡Era una locura! ¡Una completa locura! Pero no pudo remediarlo.
—No irá solo, milady. No puedo hablar en nombre de otros, pero os juro por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento que no cabalgará solo. —Por un instante ella le estudió el semblante y después asintió firmemente una vez antes de darse media vuelta. Alargó la mano hacia ella—. ¿Puedo ofreceros vino, milady? Mi esposa querrá conoceros. —Alida era saldaenina, pero indudablemente querría conocer a la esposa del Rey no Coronado.
—Gracias, maese Aldragoran, pero todavía tengo que visitar otras ciudades hoy y he de estar de vuelta en Tear esta noche.
Él parpadeó y la siguió con la mirada mientras se deslizaba hacia la puerta, recogiéndose la capa. ¿Tenía que visitar más ciudades en ese día y debía estar de vuelta en Tear esa noche? ¡Realmente las Aes Sedai obraban maravillas!
El silencio se había apoderado de la sala común. No habían hablado en voz baja, e incluso la chica del salterio había dejado de tocar. Todos lo miraban de hito en hito. Los forasteros, en su mayoría, se habían quedado boquiabiertos.
—Bien, Managan, Gorenellin —demandó—, ¿todavía recordáis quiénes sois? ¿Recordáis a vuestros antepasados? ¿Quién cabalgará conmigo hacia el desfiladero de Tarwin?
Por un momento creyó que ninguno de los dos hombres iba a hablar, pero entonces Gorenellin se puso de pie, brillantes los ojos de lágrimas.
—La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don —musitó.
—¡La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don! —gritó Managan, que se incorporó con tanta precipitación que derribó la silla.
Riendo, Aldragoran se unió a ellos y los tres gritaron a pleno pulmón:
—¡La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don!