Me resulta curioso que, una semana después de haber hecho la crítica de "Mary Shelley", me encuentre ante esta notabilísima película alemana que cierra el círculo de ese tempestuoso río de ideas que nació entre el final de la ilustración y el comienzo del Romanticismo y el Neoclasicismo. Y no fue un río de aguas cristalinas, pues en sus entrañas corría un fuego interior, palpitante en cada una de sus líneas, que no pudieron más que desembocar en ese mar negro y rojo de furia que fue el siglo XX. El misticismo de las ideas, la conversión o muerte, no podía más que concluir en una Europa de campos de concentración, de genocidios y mentalidades totalitarias. Todo o nada. Elegir entre vivir sintiendo el frío sudor de un arma en tu sien o morir hacinado y despedazado en una fosa común.
Alemania vivió su propio infierno y su propio cielo. Cuna de algunos de los mayores logros que haya alcanzado el espíritu humano, sucumbió presa de sus propios demonios interiores que le conminaban a una destrucción purificadora. Pero no purificó nada; al contrario, creó un cementerio de ruinas humeantes y de cadáveres putrefactos y, sobre ellos, se construyó un territorio desgarrado y mutilado, dividido ahora por las nuevas formas que enfrentaban la razón y la fe. Fe política, claro está.
Y en ese asfixiante mundo se desarrolla esta nueva revolución. No es una revolución realmente. No dejaba de ser una chiquillada, casi una anécdota en aquel turbulento mundo. Pero, como bien sentencia el anciano que ampara a los jóvenes, un estado totalitario no entiende de sutilezas. Ahora ellos se habían convertido en enemigos del Estado. Con mayúsculas. Estado que controla, adoctrina, vigila, castiga y, si es necesario, mata. A Godwin le hubiese repugnado, pero Marx es su discípulo moral. Burlas del destino.
Spoiler:
Luego llegará la Stasi y "La vida de los otros". Ese es otro capítulo. Pero, mientras tanto, algunas personas dijeron que no y pagaron caro su atrevimiento. De nuevo, los retos de la libertad. Mary Shelley lo comprendería.