LAS MOMIAS AZTECAS
"Aquel que profane una tumba azteca y encuentre el pectoral verá amenazada su vida y la de los suyos, hasta que el pectoral vuelva a su lugar."
La momia azteca, de Rafael Portillo.
La cinematografía mexicana sería una de las más interesadas en facturar películas de horror, ya desde la década de los treinta, pese a que la eclosión del género se llevara a cabo a finales de los cincuenta y los sesenta. Realizadores como Fernando Méndez, Miguel Morayta, Alfonso Corona Blake, Federico Curiel o René Cardona, entre otros, se empeñaron en colmar de brujas, monstruos y vampiros el panorama fílmico mundial, con claro acento chicano envuelto en el gótico más exacerbado. Pese a que sería en la mitología del vampirismo donde se legara la filmografía más contundente —con El vampiro (El vampiro, 1957), del citado Méndez, en cabeza—, el mito que nos ocupa también interesaría a las productoras locales. Hablamos de un cine más austero, sin el concurso de artistas y técnicos contrastados que dieran lustre a las obras, pero que conocería el favor del público, al menos local, y de ahí su continuidad. Las primeras piedras de toque configuraban, por cierto, una serie; una saga con neto acento local. Si el personaje original desarrollado en Hollywood se asentaba en el hábitat natural de Egipto, existían otras momias de geografía y cultura más distantes contempladas por la antropología y la arqueología: las momias aztecas; ignoradas en nuestro país por el desinterés de los exhibidores. Un personaje y un terror que, al igual que el longevo y fantasmal mito de la Llorona, dentro del género dejaban de ser fenómenos miméticos para convertirse en autóctonos signos de identidad.
Comenzamos con una trilogía pionera producida por Cinematográfica Calderón y dirigida por Rafael Portillo en 1957. Se supone que debían pensar que sería todo un éxito al rodarse de seguida, y contando con el mismo equipo técnico y artístico: guión de Alfredo Salazar que adaptaba un argumento propio y del mismo productor Guillermo Calderón, fotografía en blanco y negro de Enrique Wallace, diseño de producción y dirección artística a manos de Javier Torres Torija, y maquillaje de Carmen Palomino. Un ímpetu, por cierto, no correspondido con el acabado artístico de las películas: La momia azteca, La maldición de la momia azteca y La momia azteca contra el robot humano. Ramón Gay y Rosa Arenas encabezaban el reparto local, con el actor italiano Ángel Di Stefani dando vida a la nueva momia rediviva.
En La momia azteca, la trama se centra en un científico, el doctor Almada, que defiende su tesis sobre la regresión al pasado mediante sesiones de hipnosis, ante el rechazo de sus colegas. En su domicilio, es espiado por un individuo misterioso oculto tras las cortinas. Se trata de un científico y delincuente llamado el Murciélago, que viste de negro, cubierta su faz con una máscara que libera su nariz, boca y ojos, conjuntado con sombrero y capa. El doctor experimentará con Flor, su novia, descubriendo que hace cuarenta siglos fue una doncella azteca elegida para ser sacrificada al sanguinario dios Tezcatlipoca, y que sería acompañada por su amante, el guerrero Popoca, por intentar huir con ella, siendo condenado a sufrir el enterramiento en vida. El relato de dicha visión, tipo flashback, se mostrará profuso en decorado y vestimentas, con cánticos y danzas rituales. Se sabrá que el secreto del tesoro local se esconde cifrado en el peto y brazalete que porta la doncella, que muere de una puñalada siguiendo las pautas del ancestral rito de castigo en la piedra del sacrificio, en lugar de la predestinada ofrenda —aunque uno no ve la diferencia—. Ya en el presente, gángsteres de pacotilla reciben órdenes de su jefe, el Murciélago, de vigilar al doctor para favorecerse de sus hallazgos, ya que este se desplaza junto a sus compañeros al interior de la pirámide azteca. Penetran en la misma hasta acceder, mediante intrincados pasadizos, al interior de la cámara mortuoria. Allí hallan los restos de la mujer, pero no ven la figura amortajada que se ampara en las sombras. Una vez en casa, reparan que se han traído la codiciada coraza de oro, pero no el brazalete. Los otros científicos, ahora con el doctor Almada, advierten de la maldición que cuenta la leyenda local, que afecta a los profanadores del templo. En efecto, durante la noche, la momia de Popoca rapta a Flor y la conduce desmayada, en brazos, hasta la tumba. Allí, en su propio cubil, será perseguida, tiroteada, incluso repelida por el efecto de un crucifijo —esto sí que es una osada novedad—, para morir abatida por el padre de la joven, gracias al poder de la dinamita que enciende, cerrando esta primera entrega. La puerta estaba abierta para la continuidad inminente, pues el tema del tesoro quedaba sin esclarecer.
Estamos ante una puesta en escena de Rafael Portillo anodina, sin relieve, con planos poco estudiados, incluso muchos de ellos gratuitos. Algunas secuencias quedan alargadas en demasía, lastrando el ritmo, al igual que los enfáticos diálogos, con un dramatismo fuera de lugar. El argumento presenta indudables guiños-hurtos al filme original de Karl Freund, pese a que se disfrace la trama llevándola al terreno autóctono y con intrusiones de serial. El flashback, en esta ocasión bastante alargado, bebe de la influencia del filme pionero. Las interpretaciones, quizá debido a la pomposidad de los diálogos, son exageradas, poco consistentes. Incluso se recurre a la figura tópica del personajillo local asustadizo y cómico, llamado aquí Pinacate; un contrapunto humorístico poco mordaz para un horror demasiado blando. Es curioso constatar que estos esquemas de regresión temporal, personaje femenino reencarnado, y tesoro oculto bajo un manto de horror, inspirarían a un filme posterior más famoso: El tesoro de Drácula (Santo en el tesoro de Drácula, 1968), de René Cardona. No en vano era Alfredo Salazar el autor de ambos guiones.
El personaje de la momia Popoca aparece solo en el desenlace, aunque se respira más una atmósfera de aventuras que de horrores del más allá cuando nos acercamos a sus dominios. Es un engendro andrajoso amparado en las sombras espesas, con pelambrera desgreñada y rostro pastoso, como de papier mâché. Por su lado, el Murciélago es un personaje episódico, con carácter de cómic y algo postizo para una trama seria, si se hubiera así pretendido. Quizá inspirado en el protagonista de El Murciélago (The Bat, 1926), de Roland West, aunque salvando las diferencias, ya que este, en el filme mudo, resulta un villano de mayor misterio y de presencia más seria, en comportamiento y atuendo. De la parcela técnica, quizá destaque el sabio uso de los decorados naturales; ventaja de rodar en el propio país. La imponente arquitectura local convidará los ángulos adecuados para que la fotografía saque adecuado partido de su milenaria y misteriosa ambientación azteca. Resulta de lo más recordable de un filme que, pese a sus muchas deficiencias, sabe captar, empero, la atención del buscador de rarezas y de producciones austeras, olvidadas y perdidas en la noche de los tiempos.
La maldición de la momia azteca continuaba con el Murciélago capturado por la policía. Bajo la máscara se esconde el doctor Krupp, famoso por realizar experimentos con animales para crear híbridos espeluznantes. En su traslado a prisión, es rescatado por su banda de malhechores, pese a la intervención de una especie de superhéroe de apodo el Ángel, que es reducido por los hombres de Krupp. Será este quien narre lo sucedido con anterioridad a los suyos, favoreciendo el típico flashback para posicionar a los espectadores, inclusive la historia del pasado, con el sacrificio de la protagonista. Raptan a Flor y a la hija pequeña de Almada, y después le tienden a él una trampa. El Ángel acudirá en ayuda de ellos, pero vuelve a ser reducido e introducido en una cámara cuyo suelo se abre y las paredes se cierran. En el foso hay víboras, pero él consigue huir. La última parte de la cinta transcurre en el interior de la pirámide, en la que los delincuentes encuentran el pectoral y el brazalete; pero la momia, que yace entre los escombros producidos por la explosión del filme anterior, cobra vida e intenta acabar con los intrusos, que huyen horrorizados. En el desenlace, se descubre que el superhéroe es… ¡Pinacate!, el cómico asustadizo —ahora se explica por qué recibía tanto palo—. Almada se ve obligado a traducir el jeroglífico azteca, pero la momia encuentra el paradero de la banda y les ajusta las cuentas, arrasando con todo y arrojando a Krupp al foso de las serpientes. Almada destruye la traducción para enterrar en el olvido esta historia de espantos; en tanto la momia se pierde en un bosque, hasta su nueva desventura.
Más absurda y delirante que la primera parte, se nota más la intencionalidad de cómic —barato—, e incluso los diálogos ganan en simpleza. Flor llegará a decir con orgullo a Krupp que, como es hija de un sabio, sabrá resistirse a la obligada sesión de hipnosis, y este se portará como un doctor mucho más que loco; aunque a estas alturas ya nadie podía sentirse engañado. La película mimetiza a The mummy’s tomb en los errores de esta de extenderse en el flashback desmesurado, pero carece por completo del encanto visual del modelo. Por parte del superhéroe, se trata de un precedente cinematográfico de Santo el Enmascarado de Plata —aunque llevaba años triunfando en los cuadriláteros, aún no había tenido su primera oportunidad en cine—, pero también es un hermano pobre, habida cuenta de lo mucho que recibe en el filme. Y con estos datos, habríamos de enfrentarnos, con valor y entereza, a la tercera y última propuesta.
Bajo el posible intento de nadar en la más pura extravagancia, se realiza La momia azteca contra el robot humano. Su título dejaba bien clara la intencionalidad final de la serie. Han transcurrido cinco años. Ahora el doctor Almada y Flor se han casado, y Pinacate parece vivir con ellos tal que fuera un hermano adoptado por la pareja, alejado ya de su máscara de superhéroe. A Almada le toca el turno de narrar lo sucedido con anterioridad, a dos colegas interesados en el tema. Su flashback no solo afectará al relato de sacrificios de la antigüedad; casi la mitad del metraje del filme se emplea en llevar a cabo un resumen de lo anterior, superando las expectativas. Parece ser que en el foso de las víboras no apareció el cuerpo del doctor Krupp, y sí una sospechosa trampilla abierta. Lo veremos en acción, hipnotizando a Flor desde la distancia para hacerse con sus servicios. Después acudirán al viejo cementerio de la ciudad, bajo indicaciones de la chica en trance, para hallar a la momia reposando en un nicho abierto. Mientras tanto, robos y asesinatos indican que Krupp sigue en su línea, que además está interesado por hacerse con material radiactivo. En los delirios finales conoceremos su gran proyecto: un robot humano, mitad máquina, mitad hombre; un cuerpo resucitado, esclavo de Krupp, que lo maneja con control remoto, y que es el primero de mil más que habrán de ser creados para dominar a la raza humana, en un gravoso proyecto; de ahí la necesidad del tesoro azteca. El loco científico conduce el robot hasta el cementerio, para enfrentarse a la momia. Luchan encolerizados y Popoca, tras reducir al androide y acabar con los villanos, marchará para siempre a la busca del merecido descanso eterno, llevándose el peto y el brazalete. La pareja queda feliz… ¡y nosotros nos quedamos sin ver el preciado tesoro!
Luis Aceves Castañeda, que parece acaparar con su doctor loco el protagonismo histriónico, se esfuerza al máximo por parecerse a Orson Welles en su planta física, y sus estadios de esquizofrenia despiertan a menudo las sonrisas del espectador, aunque pierde enteros cuando aparece en cuadro su robot de diseño casero. Un producto extravagante, como toda la serie en verdad, que convierte las secuelas de la Universal en obras maestras del género. A finales de los cincuenta, el cine mexicano se inspiraba en las más importantes películas de terror norteamericanas para confeccionar su filmografía venidera. Si en materia vampírica los aires autóctonos se mezclaron con los esquemas clásicos heredados, con resultados artísticos de enjundia, el mito de la momia no conocería tal favor del destino. Detalle que constataremos con el resto de la producción local.
En estos casos, unos hablan de guiños, otros de plagios descarados. Está claro que la Universal dispensó un legado difícil de olvidar y tentador de imitar. Con estas intenciones se produce El castillo de los monstruos (1958), de Julián Soler, que también colabora en el guión. No soy de los que se entusiasman ante una parodia, ni tampoco de los que se sienten herido en su honor con las caricaturas de los mitos clásicos; pero no deja de llamarme la atención las parodias de parodias, ya que se trata de rizar el rizo de forma estrambótica. El filme de Soler no sería el único en imitar los esquemas de Abbott y Costello contra los fantasmas, pero con resultados artísticos muy diferentes. Pese a un prometedor prólogo inicial, con la llegada de la carreta al castillo apartado y misterioso, la trama se centra en las gracias y desgracias del cómico Antonio Espino —Clavillazo—, otro hermano pobre, esta vez de Cantinflas, con su afónica voz, pantalones anchísimos, bufo sombrerito, que vive situaciones esperpénticas. Tras un prólogo larguísimo y un planteamiento aburrido para favorecer las gracias del cómico, por fin la acción se centra en el castillo repleto de criaturas sobrenaturales, ya que, junto al monstruo de Frankenstein, el hombre lobo y el vampiro —Germán Robles contratado por su reciente éxito como conde Duval-Lavud, en el dueto de Fernando Méndez—, también nos las tenemos que ver con la criatura anfibia de la laguna Negra y la momia. Una momia a lo Universal esta vez, con vendas y aspecto clásico reconocible, que es descubierta por el protagonista dentro de su sarcófago de madera. Lo perseguirá, junto a los demás monstruos, en sus breves apariciones, para perecer en el desenlace, fuera de cuadro, al caer a un foso-trampa con caimanes hambrientos. Destacan los decorados cuando nos trasladamos al entorno gótico que nos interesa, en la segunda parte del filme, merced al talento de Gunther Gerszo; así como la música del siempre inspirado Gustavo César Carrión, aunque demasiado seria y dramática para empeño tan fútil; ambos traídos del elenco técnico de El vampiro, del citado Méndez, el gran referente del terror mexicano de siempre.
Lon Chaney Jr., mítico tras sus éxitos en las películas de terror de los años cuarenta, se traslada a México para protagonizar La casa del terror (La casa del terror, 1960), de Gilberto Martínez Solares, siguiendo con la línea exagerada de buscar la sorpresa del espectador merced a planteamientos argumentales osados, pero siempre con funestos resultados. De nuevo tenemos a un doctor loco como punto de partida argumental; ahora en el marco de un museo de cera. Experimenta con el protagonista, un vigilante idiota, al que le extrae sangre a diario dejándolo fuera de combate sin poder llevar a cabo su vigilancia debido al sueño. A causa de los fracasos constantes en su afán de resucitar cuerpos muertos, escamotea estos como si fueran figuras de cera. Al enterarse del hallazgo de una momia egipcia, la roba con ayuda de dos compinches, para intentar revivirla sin éxito. Fortuitamente será devuelta a la vida en medio de una noche tormentosa. Al despejarse el cielo para dar paso a la luna llena, la momia se convierte en un licántropo sediento de sangre. De un golpe de audacia nos encontrábamos con dos monstruos al precio de uno; detalle que no deja de tener su ironía, al ser interpretado por Lon Chaney Jr., que había encarnado a ambos de forma continuada en la etapa de la Universal, antes de caer en manos de la enfermedad y del alcohol. Por ello, el actor aparece hinchado, deteriorado y triste. Pese a que hostigue al protagonista cómico a la manera de Abbott y Costello contra los fantasmas, ya era una pálida sombra de sí mismo; al igual que la película era una sombra de los filmes norteamericanos en los que se inspiraba, por más que se eligieran unos decorados atmosféricos que ayudaran al empeño; sobre todo con la mansión impresionante que da título al filme.
Tin Tan es el personaje cómico de esta partida; un actor popular en su época, de nombre Germán Valdés, bailarín y cantante con su peculiar bigote fino y alargado, cuyo considerable éxito no traspasaría las fronteras mexicanas. El maquillaje del licántropo presenta un mejor acabado que el de la momia, viéndose esta demasiado artesanal y burda, como si hubieran vertido sobre el rostro de Chaney crema de afeitar; aunque este personaje solo sea una excusa para dar paso al hombre lobo, que es el preponderante. Un caso más de buscar en lo rimbombante un condimento sustitutivo del genio y la creación artística. Además de la mixtura temática, eran visibles los guiños a títulos mayores como El doctor Frankenstein —experimentos para reanimar cadáveres en ámbito científico—, King Kong —escalada de un edificio por parte del licántropo, con la chica en su hombro— y Los crímenes del museo de cera (House of wax, 1953), de André De Toth —ambiente de museo terrorífico como elemento sobrecogedor, con figuras que encierran un secreto abominable—. Nobles ingredientes para un pastiche que solo despierta alguna que otra sonrisa.
En 1964, Jerry Warren facturó un filme de título Face of the screaming werewolf, siguiendo la moda imperante en Hollywood de comprar los derechos de títulos foráneos para volver a montarlos a su antojo, con la finalidad venderlos como producciones nacionales. En este caso utilizó gran parte del metraje de esta película de Martínez Solares, junto a la ya comentada La momia azteca, de Rafael Portillo, aportando secuencias nuevas para intentar recombinar todo a favor de un nuevo argumento, eliminando los aportes cómicos. Es de admirar la inconmensurable osadía de Warren por considerar que el público no iba a notar la disparidad de ambos filmes, sus grandes diferencias, tanto a nivel de fotografía como de personajes básicos —lo más sangrante es mezclar planos de la momia azteca con la egipcia, sin más explicaciones—; amén de esos injertos que, además de gozar de un nivel cinematográfico incluso más ruin todavía, convertían el nuevo montaje en un producto grotesco, absurdo y difícilmente digerible. Un año antes, Warren había cometido la tropelía de remontar el filme La momia azteca en solitario, con material adicional, para estrenarlo por televisión con el título de Attack of the mayan mummy. Es de entender que quedaría maravillado por los exotismos del pionero título mexicano, dada la enfermiza fijación de hacerlo suyo.
De igual año es Las luchadoras contra la momia (Las luchadoras contra la momia, 1964), de René Cardona, inspirada en la obra de Rafael Portillo, ya que revisitaba el tema de la momia azteca, con sus maldiciones, cruel historia perdida en el pasado, tesoros ocultos y resurrección del mal. No en vano era producción de Guillermo Calderón. El éxito popular de las películas de luchadores contra el imperio de las tinieblas motivaría la entrada de las réplicas femeninas; tórridas y atléticas hembras —ahora sin máscaras, obvio es— al servicio del bien, que, en esta ocasión, se enfrentan a una banda de pérfidos y codiciosos orientales. La ambición reclama la maldición que encierra el códice azteca, referente a la momia guardiana, de nombre Tezomoc —bajo el maquillaje, Gerardo Zepeda—, y a sus aviesas intenciones para con los profanadores. El terror y los combates estaban servidos a nivel de guión. Los resultados apuntarían algo muy distinto: con una iluminación deficiente, difusa fotografía en blanco y negro y mal pulso narrativo, no sería más que otro título perdido en la inmensidad del caos. Como anécdota, dejar referencia que la momia se transforma en murciélago y araña, afectándole además la luz solar. Existe una secuencia de vuelo a la manera de las películas de vampiros de la época; el retorno del quiróptero se llevó a cabo usando la marcha atrás de la misma toma (!). Como chascarrillo añadido, el filme fue remontado bajo el título Rock and roll wrestling women vs the aztec mummy, con los diálogos eliminados y parte del metraje amputado, para convertirse en un musical.
La filmografía de Santo, el referido Enmascarado de Plata, el más famoso héroe de la lucha libre mexicana, está repleta de constantes enfrentamientos a todo el bestiario sobrenatural; además de las tan requeridas lides en el cuadrilátero, solicitadas por el público de la época. Aunque su pieza maestra es Las mujeres vampiro (Santo vs. las mujeres vampiro, 1962), de Alfonso Corona Blake, es fácil hallar títulos simpáticos, en verdad disparatados y sicodélicos, como Santo y Blue Demon contra los monstruos (1969), de Gilberto Martínez Solares. En los créditos son presentados los monstruos que habrán de enfrentarse al héroe: la momia, el cíclope, Franquestain —tal como lo leen—, el hombre lobo, el vampiro y sus acólitas. En este caso, la fotografía de Raúl Martínez Solares se ofrece con un color exuberante, contrastado, con azules, rojos y verdes que inundan los fotogramas, muy al uso de la época, creando un ambiente exótico y mágico. En la absurda trama tenemos cuadriláteros, cementerios y hasta un castillo habitado por un científico loco y sus secuaces, con ansias de revivir a los monstruos y declarar el caos a la humanidad, en la mejor línea de Ed Wood. Todo expresado con un lenguaje primitivo, que intenta convertir en imágenes un guión inexistente. Cuando vemos a la momia dentro de su ataúd de madera, pese a que su vendaje resulta aceptable, su rostro refleja más a un hombre enfermo y mustio que a un ser momificado y milenario. Él, al igual que los demás monstruos, está a merced del villano de turno y su ciencia demente, y habrá de enfrentarse con empeño a Santo, recibiendo las palizas consecuentes, y acabando por perecer al caer desde lo alto de un edificio. Una intervención anecdótica, extravagante, que nada decía al mito, pero que despierta alguna que otra sonrisa en nuestros días.
Más involucrada en la temática es Santo en la venganza de la momia (1971) [dvd: Santo en la venganza de la momia], del reincidente René Cardona, rodada en color, pero exenta de esa iluminación y tonalidades características de la anterior aventura. Argumento que se abre y se cierra con los combates de rigor para mostrarnos el terreno favorito de Santo. En esta ocasión todo nace por la organización de una expedición a unas ruinas aztecas —de nuevo el interés por lo autóctono— en mitad de una espesa selva, donde se esconde un tesoro y también una maldición para los profanadores. Volvemos con la historia de la doncella sacrificada a los dioses, narrada con el consabido flashback, y que arrastra también a su amado, condenado a ser enterrado vivo, a la manera del filme pionero de Rafael Portillo. La momia, armada con arco y flechas, aparece de noche en el campamento y va diezmando a los miembros de la expedición, hasta que solo quedan tres personajes: Santo, la joven protagonista y el nieto del nativo que les ayudó a encontrar la tumba maldita. En su enfrentamiento final, el luchador enmascarado consigue acabar con la momia clavándole una lanza; pero descubre que bajo la decrépita máscara de cartón se oculta uno de los miembros del proyecto, con ansias de tesoro para él solo —Eric del Castillo—. Válvula de escape en sí, ya que el maquillaje funciona en las apariciones lejanas de la momia, y cuando la parca iluminación oculta los fallos del cartón; pero Cardona se obstina con primeros planos del rostro, hasta el punto de captarse la máscara que oculta la faz. Da igual que las tiendas de campaña sean muchísimo más espaciosas y altas por dentro que por fuera, da igual que las secuencias se alarguen y los diálogos sean inconsistentes, incluso da igual que el viejo antropólogo sea el cómico de turno. Los seguidores del personaje tenían suficiente; no obstante, los interesados por el mito de la momia tenían que pasar página, con la sensación de haber perdido el tiempo.
Le toca el turno ahora a las momias de Guanajuato, otra fuente de inspiración popular. La ciudad de Guanajuato se encuentra estratégicamente situada en el corazón geográfico del país, poco alejada de México y de Guadalajara. Entre otras cuestiones, es famosa por sus momias. Se cuenta que, durante un fuerte brote de cólera a finales del siglo XIX, muchos cuerpos fueron enterrados con celeridad para controlar la plaga, sin percatarse de que algunos desdichados eran enterrados en vida. De ahí que algunos de los fallecidos, hoy día exhibidos en el museo de las momias de Guanajuato, presenten horribles muecas en sus rostros. Hablamos de un proceso de momificación natural, debido a las condiciones climatológicas y minerales de dichas tierras. Entre las momias más famosas se encuentran la más pequeña del mundo, la de una mujer embarazada y su feto, y una de las víctimas por enterramiento prematuro, a juzgar por su espeluznante expresión agónica. Estos cuerpos motivarían que el cine de terror local posara su mirada en ellos. De ahí el nacimiento de Santo contra las momias (Las momias de Guanajuato, 1971), dirigido por Federico Curiel, uno de los realizadores más implicados en el cine fantástico, que permitía un nuevo título para lucimiento —es un decir— de Santo, pese a que fuera incorporado a última hora, como refuerzo a los dos luchadores Blue Demon y Mil Máscaras, ya que se enfrentaban a personajes sobrenaturales.
En el museo donde se hallan las famosas momias de Guanajuato, un guía enano avisa a los turistas sobre la maldición de un luchador llamado Satán, que se exhibe momificado —solo de rostro— junto a sus compinches. Hace cien años que fue derrotado por el antepasado de Santo y juró venganza, y ese día ha llegado. La ciudad se verá conmocionada por el terror de las momias, y la aludida pareja de luchadores necesitará de la ayuda de Santo para poder librar al pueblo. En últimas instancias, las momias invencibles caen abatidas gracias a unas pistolas lanzallamas. El filme parece más bien un documental para fomentar el turismo, con aprovechamiento de las vistas de los antiguos edificios y paisajes locales, inclusive con la tuna local amenizando a su manera. Cuando las momias luchadoras, que además tienen la virtud de aparecer y desaparecer cuando tercia, acosan a los ciudadanos, cunde más el caos en la puesta en escena que en la acción destructiva de los monstruos. No obstante, ahí quedan esas tomas iniciales de las urnas de cristal que contienen los citados cuerpos momificados —los auténticos—, incrementando el aroma documental de un filme todavía inferior al anterior de René Cardona.
Estas populares momias locales continuaron siendo explotadas en títulos más deficientes aún —por imposible que parezca— como El robo de las momias de Guanajuato (1972), de Tito Novaro, El castillo de las momias de Guanajuato (1973), del propio Novaro, o Capulina contra las momias — El terror de Guanajuato (1973), de Alfredo Zacarías. Fuera de las referencias a Guanajuato, el personaje subsistiría con películas de la talla de El Látigo contra las momias asesinas (1980), de Ángel Rodríguez. Un catálogo que iba de mal en peor, compuesto por títulos del llamado estilo amateur —lo que implica, en este caso, una clara ofensa a los creadores no profesionales—. La historia demostraría que solo los británicos habrían de apuntar ciertas iniciativas de interés desde finales de los cincuenta, en la revolución que llevara a cabo la productora Hammer para revitalizar los dormidos monstruos de la etapa norteamericana. Y en dicha escuela es donde los arqueólogos del milenario personaje hemos de asentarnos, para hallar las pocas perlas del mito, aunque para ello hayamos tenido que remover toneladas de polvo egipcio y kilómetros de vendas apolilladas.