" Como si acabaran de tomar forma, dos figuras extrañas surgieron del humo, justo ante mí.
Un viejo con una larga barba blanca ondulada de profeta, sobre su cabeza calva un pequeño solideo de seda negra, como el que llevan los padres de familia judíos, unos ojos sin mirada, de un color azul lechoso, fijos en el techo, movía los labios pasando sus dedos secos como garras de buitre por las cuerdas de un arpa. A su lado, con un vestido de tafetán, brilloso de grasa, adornos y una cruz de azabache en el cuello y los puños -símbolo de la moral burguesa hipócrita-, una mujer esponjosa, con un acordeón sobre las rodillas.
Un tumulto frenético de sonidos brotó de los instrumentos, luego la melodía volvió a descender, exhausta, hasta el nivel de un simple acompañamiento.
El viejo, que ya repetidamente había mordisqueado el aire, abrió una boca tan grande que se podían ver sus muelas negruzcas, y de su pecho escapó una rugiente voz de bajo, acompañada de extraños estertores en hebreo.
-Estrella a-zul, estrella ro-o-ja.
-Rititit- (la mujer lanzó un trino y luego se apresuro a cerrar sus labios gritones como si ya hubiera dicho demasiado).
-Estrella ro-o-ja, estrella a-zul, me comería unos bollitos.
-Rititit.
-Barba ro-o-ja, barba ver-de, todas las estrellas...
-Rititit, rititit.
Las parejas se pusieron a bailar."