20. La gran ilusión (La grande illusion, 1937)
La grande illusion es un guion original para la pantalla de Renoir y Charles Spaak, guionista belga cuyo hermano, Paul-Henri Spaak, primer ministre en 1938, parece ser que promovió la prohibición de la película en Bélgica. Este detalle nos da una pista de la transcendencia histórica del film de Renoir. El contexto era explosivo: Hitler empezaba a mover ficha en el tablero europeo; en España se desarrollaba la cruenta Guerra Civil; en Francia gobernaba el Frente Popular, y los rumores de guerra crecían día a día.
La película se estrena en París en junio de 1937, en la época en que la capital francesa albergaba la Exposición Universal, un evento en el que todavía la confrontación era “pacífica”, de modo que podían coincidir la proyección de Triumph des Willens, de Leni Riefenstahl (film que recibió el premio al mejor film extranjero), en el pabellón alemán, con la exposición del “Guernica” de Picasso en el español o un pabellón ocupado por la URSS.
Asimismo, Le grande illusion se presentó en la Mostra de Venecia, aunque por presiones de Mussolini el primer premio recayó en otro film francés, menos comprometido, Une carnet de bal, de Julien Duvivier.
¿Qué era esa “gran ilusión” del título? Hay versiones para todos los gustos, puesto que se trata de un film que ha hecho correr ríos de tinta ya desde su estreno, pero yo me inclino a pensar que esa gran ilusión es la del final de todas las guerras, la de un mundo donde prevalezca la fraternidad (tan ligada a la Revolución Francesa) por encima de las separaciones fronterizas o las distinciones de “razas” (el término era muy de la época, brutalmente antisemita), lenguas y culturas, un mundo donde se consiguiese superar la división en clases sociales. Quizá pueda parecer un intento un tanto ingenuo, visto lo que vino después (y en lo que todavía estamos: solo hace falta ver la primera página de los periódicos de estos días), pero que sintoniza perfectamente con el cine de Renoir, profundamente humanista, aunque no exento de una cierta ironía distanciadora.
Para ilustrar el tema, Renoir parte de sus propias experiencias como soldado en la I Guerra Mundial (contienda en la que combatió como piloto de avión y fue herido en una pierna, arrastrando una cojera desde entonces), y en especial de las peripecias de un as de la aviación francesa al que conoció personalmente. El tema se desarrolla por medio de diferentes personajes, aunque el que actúa como hilo conductor es el teniente piloto Maréchal (sobrio Jean Gabin), exponente del proletariado ilustrado. Cuando transporta en una misión de reconocimiento al capitán Boëldieu (magnífico Pierre Fresnay), del Estado Mayor, un militar de carrera perteneciente a la alta aristocracia, el avión es abatido (Renoir no nos lo muestra) y ambos oficiales son hechos prisioneros por los alemanes, quedando bajo la autoridad del capitán Von Rauffenstein (espléndido Erich von Stroheim), que los invita cortésmente a la mesa de los oficiales. Varios detalles nos muestran una guerra todavía “caballerosa”: los alemanes han preparado una corona de flores como homenaje a un oficial francés derribado; otro de los oficiales le corta amablemente la carne del plato a Maréchal, herido en el brazo, para que pueda comer más fácilmente.
Pronto son trasladados a un campo de prisioneros, donde comparten cautiverio con otros cuatro soldados franceses, entre los cuales se encuentra el teniente Rosenthal (Marcel Dalio, al que veremos pronto en el hilo de Bogart, como crupier del Rick’s Café), de una familia judía de banqueros y comerciantes (que le envían generosos paquetes de alimentos), o el actor parisino Cartier (Julien Carette, actor muy del gusto de Renoir, pero que a mí siempre acaba por cargarme). Otro de los miembros del sexteto es un ingeniero, interpretado por Gaston Modot (al que siempre recuerdo como el protagonista de la buñueliana L’âge d’or).
En este segmento del film, el punto culminante se da durante una representación teatral que organizan los prisioneros. Cartier canta una canción del music-hall parisino, “Si tu Veux... Marguerite”, y un grupo de británicos actúan vestidos de mujer.
Maréchal los interrumpe cuando se enteran entre bastidores de que las tropas francesas han recuperado la población de Douaumont, durante la batalla de Verdun. Un soldado inglés se quita la peluca y pide a la orquestina que toque “La Marseillaise”, consiguiéndose un momento de pura emoción (que años después se reproduciría en Casablanca de forma bastante similar), de comunión entre todos los prisioneros, pero que a Maréchal le costará un largo confinamiento en el calabozo.
Maréchal y Boëldieu irán saltando de campo en campo, acumulando intentos frustrados de fuga, hasta que acaban recalando en una siniestra prisión fortaleza en Wintersborn (filmado en un castillo alsaciano), dirigida por el ahora comandante Von Rauffenstein, que ha tenido que aceptar ese poco caballeroso destino como única forma de servir a la patria, debido a sus numerosas heridas: fractura de columna, quemaduras en todo el cuerpo, placa de metal en el cráneo, prótesis en la rodilla…
Por cierto, el aspecto de Stroheim me recuerda al de Peter Lorre en Mad Love, film dirigido por Karl Freund poco antes.
Renoir nos muestra la habitación de Rauffenstein mediante un travelling que va trazando una panorámica sobre los objetos, de forma que nos definen al personaje (a la manera como años después Hitchcock hará en el celebrado inicio de Rear Window): crucifijos, retratos del emperador, un libro de Casanova y otro del poeta Heine, etc. El personaje de Rauffenstein, extraordinariamente interpretado por Stroheim, hay momentos que amenaza con comerse la película. Su relación con Boëldieu, mantenida en francés y en inglés, de franca camaradería entre iguales, como integrantes de una clase social destinada a desaparecer, nos trae a la memoria los decadentes personajes viscontinianos.
Maréchal y Rosenthal, al que han reencontrado en el castillo, consiguen fugarse gracias al sacrificio de Boëldieu, solidaridad tardía con los que no son de su clase, ni social ni cultural, quizá una forma de autoinmolarse, de precipitar ese final que él y Rauffenstein intuyen (y que se simboliza, bellamente, en el solitario geranio que el comandante alemán cuida amorosamente en su habitación).
El último tercio del film nos cuenta la huida de los dos fugados hacia Suiza. Cansados, a punto de desesperarse, afloran las diferencias entre Maréchal y el judío Rosenthal, aunque se resuelven de una manera muy renoiriana: compartiendo una popular canción infantil, “Il était un petit navire”, momento que te pone la carne de gallina.
Finalmente recalan en una granja donde los acoge una joven viuda alemana, Elsa (Dita Parlo, la Juliette de L’Atalante), que tiene una hija pequeña, Lotte (la de los “blaue Augen”). Maréchal y Elsa vivirán un breve y tierno romance, con promesas de un reencuentro futuro.
Cuando los soldados alemanes avistan a los fugados y dejan de disparar sobre ellos porque se dan cuenta que ya han entrado en Suiza, uno no puede menos que emocionarse (y, en este caso, agradecer que existiera esa frontera, que tan útil fue para muchas personas durante las dos guerras mundiales), a lo acompaña la banda sonora compuesta por Joseph Kosma, que refuerza los momentos más emotivos.
Acabada y estrenada la película comenzó otra historia, tan o más interesante, la de la recepción del film y su interpretación. Prohibida (en Alemania, por mostrar una alemana entregándose a un prisionero francés y dar una imagen amable de un judío; también en Italia) o censurada, alabada por unos (la izquierda la consideró un film pacifista; se recibió en Estados Unidos con entusiasmo, con una proyección privada en la Casa Blanca para Roosevelt) y denostada por otros (por ejemplo, Louis-Ferdinand Céline, al que ya cité en otra ocasión en esta revisión, acusaba al film de Renoir de ser una apología de la unión entre los obreros arios y el millonario judío, en su tremebundo panfleto antisemita “Bagatelles pour un massacre”, de 1937; por el contrario, otros autores la consideraron una obra antisemita). La polémica sobre el film de Renoir se puede encontrar incluso décadas después en un texto de Marc Ferro (en “Cine e Historia”), historiador francés, que analiza cómo el film de Renoir se vio de otra manera después de la guerra, cuando se reestrena en 1946, con algunas secuencias y algunas frases cortadas, y con críticas de ser una invitación al colaboracionismo. Hasta 1958 no se volvió a exhibir una versión completa, con el visto bueno del propio Renoir (en la edición en BD de Divisa-StudioCanal, que incluye diversos e interesantes extras, podemos ver la presentación que Renoir preparó para ese reestreno).
En fin, podríamos seguir largo y tendido con estas opiniones contradictorias sobre el film. Para mí, 84 años después de su estreno, me parece simplemente una obra maestra excepcional, un film que aúna un humanismo pacifista y fraternal con una visión melancólica de los cambios históricos, simbolizados por esos personajes decadentes (como el gattopardiano príncipe Salina) que son Boëldieu y Von Rauffenstein.
Para seguir con la fraternité, la próxima entrega es La Marseillaise, en la que la confrontación de clases queda dibujada sin tantas ambigüedades.