10. La golfa (La chienne, 1931)
Con La chienne llegamos, sin duda, al primer gran título de la filmografía de Renoir. En ella se adapta una novela de Georges de La Fouchardière (1974-1946), publicada el año anterior al estreno. No obstante, según se comenta en la monografía de Cátedra de Ángel Quintana, Renoir se sirvió, más que de la novela, de la adaptación teatral que hizo del texto André Mouézy-Éon, autor de la pieza de vodevil Tire au flanc que Renoir había llevado anteriormente a la pantalla.
A pesar de esa posible filiación vodevilesca, La chienne, al menos en su versión cinematográfica, va mucho más allá. Al inicio, muy renoiriano, unos títeres en un teatrillo de guiñol nos presentan la obra y los tres personajes principales: Maurice Legrand (un espléndido Michel Simon), un cajero apocado, serio, tímido, dominado por una mujer tiránica, y que solo encuentra satisfacción en su afición por la pintura; Lucienne Pelletier, llamada Lulu (Janie Marèse), una joven de “vida alegre”, que imaginamos dedicada a cierta forma de prostitución; y Dédé (Georges Flamant), su chulo, o su amante, según como queramos verlo, aunque la película huye de todo romanticismo.
La historia que se nos va a contar, se nos dice, no es ni una comedia ni un drama, y no contienen moraleja alguna. Y, ciertamente, no es ni una cosa ni otra, o puede que, mejor dicho, sea tanto una comedia como un drama. A lo largo del film tendremos muchas ocasiones de reírnos de las situaciones, sin poder evitar que también nos conmueva el patetismo de Legrand o el desgraciado final de Lulu. En lo que no hay duda es en que Renoir huye del moralismo que suele ir asociado a historias de este tipo, y tampoco entra a hacer “psicologismo”, a buscar motivaciones en las conductas de los personajes, tendencia en el cine que, según cuenta en sus memorias, odiaba.
La trama argumental de La chienne es simple, y puede que nos suene a déjà vu, en especial a los conocedores de la obra del vienés al que estamos revisando en otro hilo, Fritz Lang, puesto que en su etapa hollywoodiense dirigió un remake del film francés: Scarlet Street, con Edward G. Robinson en el papel del cajero aficionado a la pintura, y Joan Bennett como la “chienne”. Cuando analicemos la película de Lang será el momento de establecer las comparaciones pertinentes, pero avanzo que, a la espera de revisar la versión americana, creo recordar que Lang sigue bastante de cerca la película de Renoir, salvo en el final.
Legrand, que es objeto de burlas por parte de sus compañeros de trabajo, conoce accidentalmente a Lulu al final de una cena de celebración con los de su empresa.
Lulu es maltratada por su acompañante, Dédé, borracho como una cuba. Legrand tercia y acerca a Dédé en taxi al hotel donde habita y escolta a Lulu hasta su domicilio, obteniendo de la joven la promesa de volverse a ver. Cuando regresa a su “hogar”, Adèle, su mujer, le suelta una bronca monumental, a la cual el pobre hombre ya parece mostrarse indiferente por habitual.
La película salta en el tiempo, hasta un mes después, una elipsis que elude la relación que durante ese lapso han consolidado Legrand y su objeto oscuro del deseo. Vemos que ha instalado sus pinturas en el piso donde vive Lulu, pagado por él. El objetivo de la muchacha es sacarle el máximo dinero posible a su “amante”, aunque sin pasar por el peaje de acostarse con él. Dédé se dedica a vender los cuadros, que Legrand no firma, con lo que pueden atribuirlos a Lulu, una supuesta pintora norteamericana que responde al nombre de Clara Wood (lo de “pintora norteamericana” está un poco traído por los pelos, porque me temo que la muchacha no da el pego).
A todo esto, Legrand ha empezado a meter mano en la caja de su empresa, para pagar los gastos de Lulu. Y, de repente, en un giro argumental, este sí muy vodevilesco, aparece Alexis, el brigada marido de Adèle, que esta creía muerto durante la Gran Guerra. Legrand se encuentra de golpe y porrazo que ya no es el esposo de Adèle y que, por tanto, puede (y debe, porque está en una situación de bigamia) recobrar su libertad. Para ello, le prepara una ingeniosa trampa al brigada, de manera que este se acabe reencontrando cara a cara con su esposa.
Contento y liberado, Legrand se dirige a casa de Lulu… para encontrársela en la cama con Dédé, al que esta había hecho pasar por su hermano. En principio, se marcha cariacontecido, pero, a la mañana siguiente, volverá.
La película llega aquí a su momento culminante, genialmente resuelto por Renoir. Mientras en la calle se organiza un corrillo de personas alrededor de unos músicos ambulantes y suena una canción, mediante un uso espléndido del fuera de campo Renoir nos cuenta lo que ocurre en el piso de Lulu. Legrand, que ha regresado dispuesto a reclamar de Lulu un trato digno, que obviamente pasa por encamarse. La muchacha le espeta a la cara lo desagradable que le parece y que nunca ha sentido por él ningún afecto ni atracción, que solo ha sido un medio de conseguir dinero para ella y para su hombre, Dédé. Legrand se da cuenta de hasta qué punto ha pecado de ingenuo, la acusa de ser una “chienne” y la mata.
Abandona el edificio y, poco después, llega Dédé, que aparca su coche en medio de la gente que escucha los músicos. Sube, ve el cadáver y deja el edificio con rostro demudado, arranca el vehículo y desaparece de pantalla. Poco después, la portera sube al piso de Lucienne y oímos sus gritos: ha descubierto el cuerpo sin vida. Ni hemos visto cómo Legrand apuñalaba a Lulu con un abrecartas, ni cómo Dédé encontraba el cuerpo de su amante, ni cómo lo hacía la portera, pero toda la escena, prodigiosamente rodada y montada, nos lo explica todo a la perfección, sin necesidad de palabras ni subrayados.
Lo que resta del film da para el despido de Legrand, descubierto sus desfalcos, los interrogatorios sobre el crimen y el juicio a Dédé, con el resultado esperado de una condena a muerte. Y, finalmente, Renoir concluye con un brillante epílogo, que Lang no utilizó en su remake (y que, de hecho, creo que no aparece en la obra de La Fouchardière): un Legrand envejecido, convertido en un pordiosero, se encuentra con Alexis, el brigada, que también es ahora un mendigo, que le cuenta que Adèle hace años que murió.
Mientras conversan animadamente frente a una galería de arte, un chofer transporta hasta el coche un cuadro que representa un retrato: es el autorretrato de Legrand, que un cuadro que hemos visto que pintaba en su casa, ahora una obra de arte apreciada, con la firma de Clara Wood.
Un final de una gran ironía, donde se nota el carácter de Renoir, tan aficionado a este tipo de detalles que salpimientan su obra. Ya puede bajar el telón del teatrillo: la función ha terminado.
Junto a la brillantez del tratamiento argumental, la magnífica planificación del film (en formato casi cuadrado, como el de los primeros films sonoros de Lang), con unos encuadres precisos y un uso de la profundidad de campo que será señal de identidad de su cine, y una cámara que sabe moverse entre personajes y decorados (hay un plano curioso en que parece bailar a la vez que lo hacen Lulu y Dédé), con mención especial a la secuencia del crimen, cabe destacar, una vez más, el uso del sonido por parte de Renoir. El director afirmaba: “no doblé ni un metro de cinta. Cuando rodábamos en la calle, intentábamos filtrar los ruidos de fondo con la ayuda de mantas y colchones". Y se nota en la frescura de los sonidos callejeros. Además, consigue insertar a la perfección toda una serie de sonidos que dan vida a los planos: desde los que llegan del patio de luces (una niña tocando el piano) a la pianola de un bar, pasando por un magnífico encadenado visual y sonoro con unos relojes.
Sin duda, se trata de la primera película de Renoir que podría optar a la categoría de obra maestra. En todo caso, un film excelente, que 80 años después no ha perdido nada de su atractivo, del que además disponemos de una magnífica copia restaurada editada, en BD por Divisa. En cambio, desgraciadamente, de la próxima entrega, La nuit du carrefour, solo he podido localizar una copia bastante lamentable en YouTube (otra, que me ha proporcionado el amigo Alex, no puedo utilizarla por problemas de ordenador). Para paliarlo, espero leer este fin de semana la novela de Georges Simenon que adapta, una más del extenso ciclo dedicado por el escritor belga al comisario Maigret.