Suponer, como hacen muchos a menudo, que el cine de autor y el cine barato de género, bautizado sin mucho rigor histórico como “serie B”, son antítesis el uno del otro, ignora entre otras cosas la dedicatoria a la Monogram con la que Godard abría “À bout de soufflé”, manifiesto claro de la inevitable afinidad que los jóvenes cineastas de la “nouvelle vague”, ajenos a la gran industria, sentían hacia unas películas donde los valores de producción o las estrellas rutilantes eran lo de menos, y se primaban mucho más las ideas inusuales, el atrevimiento formal al que obligaban las condiciones precarias, así como el atrevimiento temático que permitía a los cineastas pobres ofrecer lo que el “cine de verdad”, constreñido por el conservadurismo de los grandes inversores, no se atrevía a veces ni a insinuar.
De ahí que Melville, pese a ser un joven veterano que inició su carrera en los 40, les cayera en gracia a los críticos cahieristas que aspiraban a ser califas en lugar del califa. No deja de ser curioso, o más bien cabe imaginar cierta retroalimentación, que Melville, que en unos 15 años había vivido ya varias vidas fílmicas como cortometrajista, adaptador literario de prestigio o incluso aspirante a cultivador de un cine más comercial que no le dio alegrías, se lanzara un poco a la vorágine tras ser considerado por los “jóvenes turcos” del cine francés como un mentor y un modelo a seguir después de que “Bob le flambeur” prefigurase muchos estilemas que los nuevos cineastas reelaborarían como algo propio.
Que después de la leyenda parisina de “Bob”, Melville optara por un título parcialmente rodado en Nueva York parece por un lado la vuelta a los orígenes del género negro y por otro una demostración de cierta chulería, de un deseo de ser más joven y más atrevido que los jóvenes atrevidos oficiales. Si Godard era capaz de sacar en salas un film que parecía improvisado y posiblemente lo era (no olvidemos la aparición del propio Melville en la ópera prima godardiana, afirmando su deseo de “convertirse en inmortal y después morir”), ¿por qué no lo iba a hacer uno de los cineastas que en teoría los había inspirado a todos? El problema es que, en sus primeras obras, Melville se había revelado como un cineasta medido, metódico, autor de tomas elaboradas, muy de estudio. Salir a la calle a inventarse una peli sobre la marcha no tenía por qué ser lo suyo.
Es posible sentir simpatía hacia “Dos hombres en Manhattan” por ese tono de serie B “de la de verdad”, esos policiacos de la división barata de la RKO o de estudios más humildes, que nunca llegaban a 90 minutos de duración y que presagiaban mucho cine posterior por su uso ocasional de localizaciones callejeras reales y sus temáticas más cercanas al latido de la calle que los espectáculos glamourosos de la serie A.
No obstante, también se va haciendo evidente, a medida que avanza el metraje, que la película trata un poco sobre sí misma, que es un film noir acerca de hacer un film noir en Nueva York, y que la aparición de los elementos icónicos se produce no por necesidades de la trama, sino por la razón contraria: hay una trama un poco leve porque los elementos icónicos tienen que estar ahí.
Es todo como un gran homenaje visual al film noir, tiene composiciones fotográficas muy bonitas, algún que otro movimiento de cámara muy elegante, pero con el paso de los días uno recuerda cada vez menos de qué iba.
Esta sensación se intensifica viendo al propio director, que no tiene dotes interpretativas muy evidentes, como uno de los protagonistas, así como a través de esa estructura episódica en la que se pasa de una localización a otra, de un cabaret a un estudio donde se graba música de jazz, como si se tratara de una especie de documental ficcionalizado, o de una especie de recorrido turístico al que se ha querido hacer encajar en un argumento, optándose por unos mecanismos para dotar de unidad al conjunto que me parecen un tanto pueriles (pienso en el subrayado musical que se emplea cada vez que el coche misterioso sigue a los protagonistas por la ciudad, y que no parece confiar mucho en la capacidad de los espectadores para interpretar lo que están viendo).
La desaparición del delegado francés en las Naciones Unidas es casi un “Mac Guffin” hitchcockiano (más aún teniendo en cuenta cómo el icónico edificio de la organización había tenido un papel destacado en “Con la muerte en los talones”, estrenada un año antes del título de Melville) que desemboca poco a poco en un afán de disimular las escapadas sexuales del diplomático más propio de la pudibundez protestante que de una Francia tradicionalmente orgullosa de una moral sexual más equívoca.
La subtrama sobre la pérdida de dignidad del periodista, y su lucha interna entre ambición, alcoholismo e instinto amarillista, parece una especie de compendio de varios títulos de Hawks y Wilder, como “Primera plana” o “Días sin huella”, pero siempre dejando la impresión de ser una especie de decoración accesoria, de un añadido para intentar dotar de un poco más de enjundia a una intriga que estaba quedando un tanto plana.
Unamos a todo esto la pobre iluminación de los planos nocturnos, en los que apenas vemos faros de coches (ahora que lo pienso, ahí podría estar la clave del “leit motiv” musical cuando sale el coche perseguidor, pues en ese oscuro metraje no es sencillo distinguir un vehículo de otro) y la escasa tensión reinante en lo que teóricamente debería ser un “thriller”, para terminar de redondear un título que para mí es de los más flojos de su director, de repente convertido en una especie de debutante torpe pese a contar ya en su haber con varias buenas películas, y en la que los puntos de interés temático parecen ser lo más accesorio, como la peculiar carga erótica (para un cineasta al que se suele considerar un homosexual más o menos armarizado, llama la atención cómo muestra pechos femeninos al aire en ya tres películas seguidas) o la referencia explícita al lesbianismo que también se encontrará en “Léon Morin”.
No es de extrañar que los resultados un tanto pobres de esta peli lleven a Melville a replegarse hacia un tipo de obra más cercana a sus inicios como cineasta, aunque las semillas de su característico estilo “noir” ya estaban sembradas y no tardarían en dar los frutos que todos estaban esperando.