LA LINTERNA MÁGICA
ESE OBSCURO OBJETO DEL DESEO
por Ángel Gómez Rivero
A la manera de recapitulación, ahora que el glamour de Hollywood flota en el ambiente, hablemos (sólo) de actores:
Boris Karloff se hizo famoso como el rey de los monstruos fílmicos, aunque accedió a la fama tras haber rechazado Bela Lugosi el papel de monstruo de Frankenstein, que a su vez se hizo popular por interpretar a Drácula tras la muerte por cáncer de Lon Chaney, el hombre de las mil caras, actor fetiche de Tod Browning. También el papel de Drácula inmortalizaría a un interesante actor secundario de las cintas de John Ford: John Carradine, padre de una dinastía de actores. Peter Cushing, ya en el color, se dedicaría a matar vampiros con singular acierto, para escarnio de Christopher Lee. Ambos, junto al histriónico Vincent Price, protagonizarían las más notables páginas del cine de terror en color. Roddy McDowall, por cierto, les rendiría un cálido homenaje interpretativo años después, con su famoso Peter Vincent, el gran matavampiros. Cameo que quedaba revestido de un singular humor negro. Y ya que estamos en el cine de humor, referiré que Peter Sellers, ayudado por realizadores de la talla de Stanley Kubrick, dejaría una notoria impronta dentro del género. Incluso en la adaptación de la novela Lolita de Vladimir Nabokov, se permitía el lujo de torturar psicológicamente, hasta lo indecible, a un James Mason ya de por sí atormentado. Aunque para torturas psíquicas, las de Anthony Perkins, que cuando no era acosado por su tremenda madre, lo era por el público; de ahí quizá sus constantes tics, reflejos de locura. Si bien en esto de hacer el loco, pocos lo harían como Peter Lorre, cuyos personajes bailaban entre la tipología del cine negro y la del cine de suspense. Actor que gustaba más de asesinar con sus propias manos, que no con el uso de la pistola. Pero para pistola, en concreto revólver, el que lo manejaba con destreza era Alan Ladd, que consiguió, bajo el pseudónimo de Shane, acabar incluso con el tan temible Wilson; rápido, muy rápido al disparar. Se trataba del uso de armas de fuego. Sin embargo, en concepto de armas blancas, casi nadie como Basil Rathbone, experto manejador del florete, y sempiterno Holmes, alternando los géneros del terror, melodrama y aventura. Aventurero impenitente y hombre de acción, tal como lo fueron Tyrone Power o Errol Flynn. Precedentes y referencias obligadas para otros aventureros más modernos, que cambiaron el caballo por la nave espacial. Ahí tenemos, por ejemplo, a Harrison Ford. Aunque éste, cuando se ponía el sombrero, volvía a la monta equina en busca de tesoros —incluido el Santo Grial—, para enfrentarse a todo tipo de malvados. Precisamente por malvado pasará a la historia Michael Ironside, con la osadía de llegar a molestar incluso al fornido Arnold Schwarzenegger, sin la sombra de duda que caracterizó al elegante Joseph Cotten, otro de los grandes que trabajó bajo las órdenes de Hitchcock. También marcado por estas características aviesas y perturbadoras comenzó su carrera Martin Sheen, que incluso osó amenazar al mundo como un futuro presidente de los EE UU capaz de disfrutar desencadenando la guerra de los misiles. Sheen conseguiría trabajar con actores de la talla de Robert Mitchum, con su terrible mirada impasible; Michael York, que por cierto jamás llegó a interpretar el papel de el Cordobés; Nick Nolte, chico pobre peleón en sus inicios y actual actor de carácter; o el singular y hermético Dennis Hopper, que se atrevería a darnos singulares lecciones —bajo la batuta del irreal David Linch, cómo no— sobre la correcta forma de respirar a la hora de hacer el amor.
Maureen O’Sullivan consiguió educar al mismísimo Tarzán, practicando el amor libre en una época bastante delicada. La otra Maureen —O’Hara— intentó hacer lo mismo con el más rudo vaquero del western. Ambas, por su belleza, arrastraban a los hombres tras su luminosa estela. Quien no lo consiguió fue la inquietante señorita Norma Desmond: Gloria Swanson, por mucho que se manejase bien bailando La Cumparsita. Pero para eso del baile estaba Cyd Charisse, rivalizando en arte y plástica con los ondulantes movimientos submarinos de Esther Williams, que llegaron a crear escuela; una auténtica escuela de sirenas. Pese a que su mirada no fuese tan metafísica como la de Barbara Steele, de ojos tan grandes y profundos como la propia pantalla. Ella fue la reina del terror. No obstante, para monstruo fílmico femenino ahí va un nombre de peso: Elsa Lanchester, eterna novia de Frankenstein. Atractiva pero no bella. Simone Simon, la verdadera mujer pantera, sí que lo era; su aspecto gatuno produjo más de un escalofrío... de placer. Mientras ellas asustaban, otras gritaban. Ahí está, por ejemplo, la rubia de bote Fay Wray, chillando ante la descomunal amenaza de King Kong; o la verdaderamente rubia Veronica Carlson, quizá la más exacerbada belleza femenina sufridora de horrores de todos los tiempos —volvió loco al doctor Frankenstein y al conde Drácula—, aunque nunca saliese del cine británico. Mas en términos de beldad absoluta tenemos a Ann-Margret, que con los años, al madurar, devino en excelente actriz dramática. Exuberante, pero no tanto como la felliniana Anita Ekberg. Ejemplo de belleza compleja e interesante es Marilyn Monroe, todo un mundo freudiano y laberíntico para estudiar. Lo de Lauren Bacall es caso aparte: personalidad acusada y partenaire aventajada del galán más duro que ha dado Hollywood; casi nada. Ella, y otras como Rita Hayworth, se adelantaron a las heroínas emancipadas y autosuficientes del cine más actual, aunque al final sucumbiesen con más facilidad que ahora ante el macho de turno. Y si no que se lo digan a Kathleen Turner, cuyos puñetazos y puntapiés ponían firme al marido más salido de tono; fuese éste o no de buena familia. Dicho sea de paso, esa autosuficiencia venía de antes, ya que Sigourney Weaver resultó el tripulante más duro a bordo del Nostromo, esa nave espacial que venía de un espacio en el que nadie podía oír los gritos. Porque el caso de Raquel Welch era distinto. Ella era el cuerpo —y qué cuerpo—, y cuando viajaba por el interior del organismo humano, los anticuerpos la atacaron sin piedad, dejando constancia del idóneo apodo. Aunque si rastreamos en la historia, siempre podemos encontrar tempranos casos de acusada personalidad femenina: Marlene Dietrich, la alemana de voz hombruna al cantar —las piernas de su época, no obstante—, llegó a ridiculizar y destrozar a aquel viejo profesor que cayó en sus perversas redes. Era una época llena de sombras y misterios; como los que envolvían a Joan Bennett, la enigmática mujer del cuadro. La otra mujer del cuadro —inmortal Laura— era la fascinante Gene Tierney, que sólo con su pintura ya arrastraba a los hombres a la perdición. Y de eso sabía mucho Kim Novak; no en vano Hitchcock se fijó en ella con la intención de hacernos padecer de vértigo durante algún tiempo. Sin embargo a la elegante Tippi Hedren —suegra de Banderas—, el muy ladino mago del suspense la hizo correr como una desesperada ante una bandada de cuervos. Y es que bellas interesantes siempre las hubo. Que para feotas con caché, estaban las Mia Farrow de turno. Por eso ésta en concreto acabó conviviendo con uno de los cómicos menos agraciados físicamente del planeta, pese a que fuera un genio.
Actores y actrices, ya digo, que protagonizaron la historia del momento. Son sólo una muestra del total. Todos estos rostros, candidatos al recuerdo eterno, conquistaron a los espectadores de las distintas épocas; gozaron con esplendor del glamour y la magia del cine; formaron parte de los altares privados de los fans y cinéfilos de siempre... Ninguno de los citados, empero, ganó jamás un Oscar.
Por eso me acuerdo ahora de todos ellos.
Ángel Gómez Rivero