Fury (1936)
Prescindo de la exposición sinóptica del film, porque Alcaudón ya ha planteado lo esencial de la película. Prefiero centrarme más en el debate de hasta qué punto Fury es o no es una “obra maestra”, calificativo que, ya avanzo, creo que es excesivo, aunque para mí tiene suficientes elementos, objetivos algunos y coyunturales otros, como para considerarlo un film más que notable.
La mayor debilidad de la película es, a mi modo de ver, lo poco sutil del guion, el exceso de caricatura que se incluye en la descripción de la masa desenfrenada, aunque resulte gratificante para el espectador que busca emociones fuertes. Cierto es que se llevaba a la pantalla un tema tan espinoso y sangrante (dicho en sentido literal: recordemos la conmovedora “Strange Fruit” que popularizó Billie Holliday) como el de los linchamientos. Durante el film se da una cifra escalofriante: en los últimos 49 años ha habido 6.019 linchamientos, uno cada tres días, dato que nos hace pensar en que sacar a relucir el tema en un film era algo necesario, por simple higiene democrática. Que lo hiciera un director alemán recién llegado a Hollywood, huido de la Alemania de Hitler, debería hacernos reflexionar. Lang comenta a Bogdanovich que tenía la intención de reflejar en las imágenes del film que era un asunto que tenía una afectación especial sobre la población afroamericana, pero que ese enfoque se perdió por el camino. Llega a decir que no sabe por qué le dejaron rodar algunos planos de reacción de afroamericanos al discurso del fiscal, ya que luego fueron eliminados, una forma de reconocer que no tuvo el control del montaje, cosa que tampoco nos ha de extrañar tratándose de Hollywood y de que la productora fuera la MGM.
[Abro un pequeño paréntesis para recordar cómo la población afroamericana sigue estando en el punto de mira, nunca mejor dicho, de ciertas actitudes racistas en Estados Unidos. Para denunciarlo, David Byrne, del que hablaba ayer, incluye una escalofriante pieza en su espectáculo "American Utopia". Dejo una muestra, aunque no procede del film de Spike Lee.]
Entre los detalles que muestran esa escasa sutileza hay de diversos tipos. Uno es el uso del simbolismo de unas gallinas (recurso que en el cine mudo tenía sentido, pero que supone un subrayado innecesario en el cine sonoro) para caracterizar a las vecinas chismosas que van transmitiendo, con sus “cacareos”, una versión deformada sobre la supuesta participación de Joe (Spencer Tracy) en el secuestro de una niña. Es obvio que un espectador de la época tenía que recordar el caso reciente del secuestro del hijo de Lindbergh, lo que podía ayudar a comprender cómo de sensibilizada podía estar la ciudadanía sobre un asunto de esa naturaleza. Pero luego esa masa se pinta con un exceso de vesania: probos ciudadanos se enfrentan al sheriff y sus ayudantes para acabar lanzando material incendiario al edificio de la comisaria,
o cortando enloquecidos las mangueras de los bomberos que intentan apagar las llamas. Incluso vemos a una madre riendo mostrando con orgullo a su hijo pequeño cómo se está quemando la cárcel donde está aprisionado Joe. Locura de las masas que Lang ya había recreado en Metropolis.
Todo ello será utilizado en el juicio: imágenes “felizmente filmadas en el momento oportuno”, pero que nos generan dudas sobre cómo se han obtenido (algo que ya apuntó Alcaudón). El guion señala entre los máximos inductores del crimen a algunos individuos de la peor calaña, especialmente concretados en el personaje de Dawson (Bruce Cabot), algo así como el pequeño delincuente oficial de la población.
A ellos se une, entre otros, un curioso personaje, que dice estar de paso, venir de la capital donde ha estado trabajando como esquirol: vamos, que la turba une a lo mejor de cada casa. Y se remata el precalentamiento de la masa con un joven gritando “let’s have some fun”, como consigna para el linchamiento.
Tampoco destaca por su agudeza el recurso a la diferencia lingüística entre “memento” y “mementum” como pista definitiva para que Katherine intuya que detrás de la carta inculpatoria contra los 22 acusados, que contiene el anillo que ella le regaló a Joe, se encuentra el supuesto muerto. Parece un error demasiado evidente como para que Joe caiga en él a la hora de redactar el escrito. También nos exige una cierta suspensión de la incredulidad que el juicio llegue a su fin sin que se aporte más prueba que ese anillo de que Joe murió en el incendio, puesto que no se ha encontrado ningún rastro humano (supongo que sí canino, pero no recuerdo que la muerte del pequeño Rainbow preocupe demasiado durante el juicio).
Hay, por el contrario, detalles que me parecen atractivos, como ese pacto de silencio que de manera más o menos explícita se extiende entre la población (incluido el sheriff, que ha sido golpeado y ha visto cómo se quemaba el edificio de la comisaria), esa defensa colectiva ante el forastero, cuya sola presencia ha turbado la paz y tranquilidad del pueblo. O el personaje del ayudante del sheriff, Bugs (un excelente como siempre Walter Brennan), radiante por ser protagonista durante unos minutos con sus confidencias. En cambio, me parece débil la caracterización de los hermanos de Joe, Charlie y Tom, e incluso el de Katherine, aunque Sylvia Sidney le imprime su sello personal, siempre tan intensa en sus expresiones.
Y, finalmente, llegamos a la secuencia final: mientras se está leyendo el veredicto del jurado, que considera culpables a varios acusados, sobre los que se cierne la pena capital, Joe irrumpe en la sala y declara ante el juez, buscando lavar su consciencia, después de haber estado obnubilado por su sed de venganza. Aquí es donde se encuentran esos planos de apariencia un tanto chapucera, que parecen impropios de un director tan exigente como Lang. Probablemente, nunca sabremos si los rodó o no el vienés, porque de lo que reniega respecto a ese final en su entrevista con Bogdanovich es exclusivamente del beso entre Katherine y Joe, ciertamente una conclusión de lo más forzada. Nos podemos preguntar cómo hubiera sido la película si Joe hubiera mantenido la venganza hasta el final, propiciando así el ajusticiamiento de los asesinos, porque una cosa es que no lo mataran de hecho (por exceso, por lanzar dinamita y abrir así un hueco que le permitió escapar), y otra es que no fuera esa su intención.
Y después de todo este vinagre, ¿dónde queda lo notable o excelente del film? Pues a pesar de todo, en la fuerza extraordinaria de las imágenes; en la interpretación sombría de Tracy como el Joe vengativo;
en el uso, aunque forzado, del cine como prueba en un juicio (¿por primera vez?); en la denuncia, por caricaturesca que pueda parecer, de una lacra social como la de los linchamientos (desgraciadamente, no del todo desaparecida… solo hace falta recordar la turba que asaltó el Congreso en Washington hace unos meses, una suerte de “linchamiento político”).
Hay un detalle que me gusta en particular: al inicio del film vemos como Joe y Katherine contemplan los escaparates de una tienda y hacen planes sobre su boda, ante la visión de las camas (separadas, por cierto) de una habitación de matrimonio. Avanzado el film, cuando Joe empieza a flaquear en su determinación de continuar con su venganza hasta el final, se detiene de nuevo ante un aparador donde ve otra vez las camas de una habitación de matrimonio: esa es la vida a la que tendrá que renunciar si continúa. En ese momento es cuando Joe cambia y decide comparecer ante el juez. La pregunta, no obstante, es: ¿cuál será su futuro? ¿Cómo tratará la ley su acto de venganza? ¿Podrá reanudar su relación con Katherine? Muchos interrogantes que, desgraciadamente, el beso final diluye en una conclusión demasiado acomodaticia.