ALEJANDRO MAGNO (ALEXANDER, OLIVER STONE, 2004): Probablemente lo mejor de esta fallida superproducción de 150 millones de dólares sea la fotografía del mejicano Rodrigo Prieto [AMC, ASC], que ahora parece ser el operador preferido por Stone tras haber trabajado juntos en los documentales acerca de Fidel Castro. Con tal presupuesto, la película presenta grandes escenarios interiores gracias al notable diseño de producción de Jan Roelfs y espectaculares espacios abiertos rodados en localizaciones marroquíes.
El trabajo de Prieto, como suele ser habitual en él, destaca por el uso de múltiples emulsiones (Kodak todas ellas, de 50, 200, 250 y 500 ASA) con las que el director de fotografía trata de crear una progresión dramática; las escenas iniciales presentan un grano más fino y una mayor nitidez al estar rodadas a 50 ASA, mientras que las escenas de la India, en las que el personaje de Alejandro vive sus peores momentos, están rodadas a 500 ASA utilizando además el Bleach-by-Pass, por lo que las imágenes presentan un grano mucho más aparente, colores más apagados, un mayor contraste y peor detalle en sombras. Además, en determinado momento "clave" del film, Prieto experimentó rodando en una vieja y rara emulsión de los años 70, la Ektachrome EIR 2443 (125 ASA), para virar los colores hacia el rojo. Todo ello tiene como resultado una calidad de imagen irregular, en función de los diversos momentos de la narración.
Quizá lo peor en el aspecto técnico, una vez más, sea la elección del formato Super 35 para un film de estas características, lo que unido al Digital Intermediate (que por una vez no produce molestos artefactos) produce una imagen excesivamente suave y carente de detalle, cuando gran parte de los exteriores requerían una tremenda resolución para atrapar al espectador.
En el aspecto puramente cinematográfico, a Prieto no se le pueden criticar en exceso. Su iluminación es muy rica en matices, desde las escenas iluminadas con simples antorchas hasta los vastos exteriores en los que usa luz lateral o contraluz pasando por los grandes decorados en estudio, en los que alcanza un notable compromiso entre una iluminación realista pero que a la vez permita disfrutar de los escenarios. El problema viene por parte de Oliver Stone, que rueda el film a través de una serie interminable de primeros planos, en los que el diálogo vacuo y la reiteración en la utilización del recurso llegan a resultar tremendamente cargantes.
En definitiva, como el propio film, se trata de una fotografía de loables intenciones, con grandes momentos, pero que acaba naufragando en muchos aspectos por las malas decisiones de un director que parece haber vivido sus mejores días. Super 35.