LOS DEMONIOS FAMILIARES
• Las emociones contra el Estatut recuerdan a la España negra que gritaba "antes roja que rota"
REYES Mate
Profesor de investigación del CSIC
La Alemania dividida por el muro de Berlín era un pueblo con dos estados y no un Estado con dos naciones. Al alemán de a pie esa ingeniosidad política le resultaba inaguantable. Por eso cuando cayó el muro, el grito espontáneo que les unió fue el de "somos un pueblo". Pues bien, cuando alguien de este único pueblo se acerca a territorio bávaro por cualquier costados, se encuentra con un cartel bien visible que le avisa de que está entrando en el "Estado libre de Baviera".
Se suele decir que el Estado español de las autonomía es comparable al Estado alemán federal. Pero allí ese letrero no causa ninguna emoción especial en el viajero y se toma con toda naturalidad el hecho de que haya länder, como los de Baviera o Baden-Wurtemberg, que han firmado un concordato específico con la mismísima Santa Sede. Aquí, que se sepa, no hay foto de ningún presidente autonómico con el Papa firmando concordatos, ni hay un Estatut que plantee ser Estado, y menos libre, sino sencillamente ser reconocido como nación. ¿Por qué esas emociones que recuerdan el gesto desesperado de la España negra cuando gritaba aquello de que "antes roja que rota"? Es como si los demonios familiares hubieran salido a pasear.
Una respuesta adecuada a esta pregunta exigiría hacer historia y revisar tópicos profundamente arraigados en la mayoría de los españoles sobre los catalanes y contra los nacionalismos. De momento válganos repasar un par de reacciones que están en el ambiente.
Se observa, por un lado, un aprovechamiento demagógico de la ambigüedad de la palabra nación. Los expertos en historia de las ideas o en teoría política saben que ése es un concepto que ha pasado por todas las manos y que admite todo tipo de significaciones, desde las que se acercan al Estado hasta las que se toman como sinónimo de nacionalidad. El empeño que se pone en reducirla a antesala de Estado y, por tanto, de ruptura respecto al actual Estado, sólo es explicable desde la ignorancia real o fingida (que podemos encontrar en el españolismo mesetario y entre nacionalistas catalanes).
NADA EXPRESA mejor la polisemia de este tipo de términos como la historia que cuentan los eruditos de mi tierra vallisoletana. Ocurrió que, en Medina del Campo y en tiempos de la alta Edad Media, unos mozos templados por el vino soltaron un toro de noche que causó grandes destrozos. Al día siguiente el corregidor tomó declaración a los implicados y en ella consta que había hijos de conocidas familias, algún originario de los Países Bajos, dos eran de religión musulmana "y todos pertenecientes a la nación de Medina del Campo". Naturalmente que los términos han cambiado desde entonces. Pero de eso se trata precisamente, de que los términos adquieren los contenidos que les vamos dando. La Biblia cuenta que Adán tenía el poder de poner el nombre a las cosas que correspondían exactamente a lo que las cosas eran. Tras su salida del paraíso, a nosotros sólo nos queda la posibilidad de aproximarnos torpemente a las cosas con nombres que captan aspectos parciales. Solamente los pueblos primitivos otorgan a las palabras un poder mágico.
Sorprendente es igualmente la reacción al Estatut de una cierta izquierda. Invocan la tradición de la izquierda más atenta a los problemas sociales que a los de la identidad nacional, considerados como una reivindicación entre burguesa y reaccionaria. Es verdad que los nacionalismos modernos nacen al amparo de una sensibilidad muy crítica con los ideales universalistas de la ilustración. En su favor hay que decir, empero, que el nacionalismo daba a esos ideales una cuna o comunidad sin la que los famosos ideales ilustrados se quedaban en piadosos deseos. Sorprende que esa izquierda reticente no examine las contenidos sociales del Estatut. En asuntos como el aborto, la laicidad o la igualdad entre hombres y mujeres, lo que se dice no es poco. Si no lo hace, o si no ve los avances que el Estatut significa en este campo, es porque se aferra en pensar que el debate es en sí inoportuno e irracional. ¿Habrá que recordar que los problemas son problemas porque hay un momento irracional en ellos y de lo que se trata es de poner un poco de racionalidad en los mismos?
Hay que reconocer también que los políticos catalanes no siempre han hecho bien las cosas. Los protagonistas, más atentos a los aplausos del tendido que a resolver el problema en sí, han sembrado el proceso de ruidos innecesarios. Desde fuera de Catalunya se puede entender que los catalanes o los valencianos se planteen la necesidad de más medios legales y más recursos materiales. Pero para ello no eran necesario órdagos a la grande o declaraciones maximalistas que es lo que el españolismo esgrime ahora como argumentos en contra del Estatut. Esos ruidos impiden ver no sólo lo que hay de progresista en asuntos sociales, sino también de positivo para las demás comunidades.
CUANDO el Estatut reconoce que no hay identidad primordial ni superior está reconociendo que ninguna comunidad puede tener privilegios; y no carece de importancia la afirmación de que, por mucho que se valore a una comunidad, eso no puede ir contra los derechos individuales. Si posiciones tan básicas pasan desapercibidas es porque hay un problema de miopía o mala fe en el castellano o extremeño que lo juzga.
Estamos evidentemente ante asuntos muy serios y por eso conviene no olvidarse de Medina del Campo, ni perder la sonrisa, como cuando los alemanes llegan a Baviera, sin olvidar por supuesto que el Estatut está en las Cortes españolas, donde casi todos están dispuestos a dar razones y a escucharlas.