Vaya directo y sin anestesia:
Death Note (Adam Wingard, 2017), la adaptación estadounidense del manga y anime homónimo, es infiel, obscena e incluso cruel con su material origen. No es la misma historia, no son los mismos personajes, no es el mismo tono. Esta Death Note es
un ejercicio libre y puro, una fantasía teen ultraviolenta compuesta con sintetizadores, neón, unas ligeras notas de misoginia y una dosis apabullante de sarcasmo-mala-uva. Efectivamente, es la nueva película de Adam Wingard (Tú eres el siguiente, The Guest) y, por suerte para algunos o desgracia para otros, el film con más personalidad de toda su carrera.
Las pocas similitudes se concentran en su punto de partida: Light (Natt Wolf), un estudiante sobresaliente con ciertas dosis de grandeza,
recibe un misterioso cuaderno –la famosa ‘Death Note- con el que poder escribir la muerte de quién le plazca. El cuaderno está atado a Ryuk (Willem Dafoe), un demonio de la muerte que parece disfrutar con la dosis de violencia y justicia que Light, con el seudónimo de Kira, reparte sobre el mundo. La trama se complica al entrar en juego un detective anónimo llamado L (Keith Stanfield) que pondrá contra las cuerdas a Light en una peligrosa y descontrolada espiral de violencia.
Su trama es, en definitiva,
la fantasía adolescente quintaesencial. Poder sobre los desgraciados que hacen del (tu) mundo injusto, poder sobre la chica que te vuelve loco, poder sobre el (tu) padre que no tiene ni idea de todo lo que te está pasando. Poder, poder, poder. Pero Light no es un desgraciado. No, al menos, en el sentido más “underdog” y perdedor con el que nos identificamos. No hay tiempo para ello.
Su primer acto viaja de pequeñas injusticias a Light reventando cabezas con una facilidad pasmosa. Es de un naïf y una crueldad increíble; quince minutos de reloj y ya estamos escribiendo en la Death Note con todas las armas a nuestra disposición. No, no estamos aquí para perder el tiempo.
Esto sería un problema –y lo es, pero qué cojones- si no fuera porque
su director tiene tal libertad absoluta que asusta. Asusta, porque su gore es divertido. No, divertidísimo. Imaginemos una especie de exploit de Destino Final (James Wong, 2000) en el que estemos al lado de la muerte minutos antes de cada, ejem, muerte. Eso es la primera mitad de Death Note:
festival de carne, saltos sin control sobre su trama y un morro que avergonazaría al mismísimo Michael Bay. La sangre salpica la pantalla y antes de que nos demos cuenta cuenta el personaje de Margaret Qualley coge las riendas y dispara la segunda mitad a cotas absolutamente imprevisibles.
En este punto, el setenta por ciento de fans de la original se han bajado del carro.
Oh, oh, esperad.
Porque entonces llega L.
El antagonista es
un diablo hiperacelerado, cool as hell y con una obsesión característica por los caramelos de colores. Es el villano perfecto y Keith Stanfield parece haber tomado un extra de cafeína en set para liderarlo. Es el personaje que tiene el arco mayor de toda la película y su salto a la acción pura aplasta cualquier tipo de razonamiento o duelo intelectual. La persecución que da pie al tercer acto dista mucho de cualquier juego de gato y ratón. No. Lo que vemos es
una sinfonía de colores primarios, cámara al hombro y tiros al aire. Y Wingard lo rueda como el mismísimo diablo.
En este punto, el noventa y cinco por ciento de los fans de la original se han bajado del carro.
Oh chico, esta película va a hacer arder Twitter.
Pero tratar mal a Death Note por culpa de Death Note es injusto. Es, pese a su fondo temático y sus incoherencias sistemáticas,
una gamberrada irresistible para chavales y adultos que nunca dejaron de serlo. Un juguete capaz de utilizar una versión del The Power of Love de Jennifer Rush (pista, en español os sonará como “Si tu eres mi hombre y yo tu mi mujer…”) en momentos impensables de su clímax y de soñar con un mundo donde los hombres revientan al ser atropellados cual final de Robocop (Paul Verhoeven, 1987).
La vais a odiar. Otros la vais a amar. A los valientes del último grupo, venid cerca y alabemos a los críticos de Netflix, démosle la razón y
roguemos por ver esto en pantalla grande y rodeados de zumbados palmeando cada golpe de obscena genialidad. Y recemos por una secuela. Oh, recemos. Porque es imposible que se atrevan a hacer algo tan brillantemente idiota jamás.
Lo mejor: la absoluta libertad y morro con la que Wingard se desenvuelve.
Lo peor: si esperáis una adaptación fiel, saldréis con el rabo entre las patas.