Marruecos (1930), del austríaco Josef von Sternberg, supuso el desembarco de Marlene Dietrich en Hollywood. Figura además en algunas partes como la primera colaboración Sternberg-Dietrich de las varias que tuvieron lugar, aunque creo que eso no es del todo preciso. Ya ambos habían coincidido en El ángel azul, de ese mismo año pero unos meses antes, aunque en realidad no se llegara a estrenar en los cines de EE UU hasta posteriormente, en 1931.
La historia abre con la aparición fugaz de Gary Cooper, después de una pequeña introducción que sirve de toque exótico-etnográfico, para dejar claro al espectador que nos ubicamos en ese mismo país que da título a la película. Ecos cinéfilos a la futura Casablanca de Curtiz, de forma injusta porque faltarían todavía unos cuantos años, pero igualmente inevitable. Lo que vemos en pantalla es pintoresco, soleado, resplandeciente, y predominantemente blanco.
Asistimos a continuación a la presentación del personaje de Dietrich, recién llegada en barco. Seria pero atractiva, desconfiada pero tranquila, vulnerable pero cargada de confianza en su gestualidad. Y además vestida de negro, el cual será casi siempre su color durante lo que sigue, quizá en contraste con la luminosidad del resto.
La cámara se recrea en ella, con primeros planos abstraídos por esa mirada que parece medio sonreír pero que no se sabe. Altiva, misteriosa, magnética, irreverente. Masculina incluso, pero al mismo tiempo también poderosamente seductora.
Así que nuestro Cooper, el conquistador del Rif, no puede más que quedar embelesado sin perder detalle. El tipo duro de la Legión Extranjera, tan desarmado como nosotros los espectadores por los encantos de esa mujer enigmática, la que entona canciones en francés, la desconocida a quien todos llaman Mademoiselle. Termina aceptándole la manzana, ¿envenenada?, con la sonrisa consciente de que ella no es como nadie más que haya conocido.
Escupidos por la vida a ese recóndito rincón de África, y caminos condenados a encontrarse, ambos descubrirán de repente que quizá compartan más de lo que podrían pensar… Tendrán por tanto que decidir si continúan en su habitual huida hacia adelante, como hasta ahora, o si deciden reescribir su propio destino…
Con una historia a la que quizá le falte algo más de elaboración, o perfilar un poco más los personajes de Cooper y de Adolphe Menjou, el director Sternberg maneja los tiempos con pausa, de manera cuidadosa y pulcra.
A veces con escenas en las que escasean los diálogos, con miradas llenas de silencios, y además sin música, salvo el par de ocasiones en que suenan melodías en un bar. Esta ausencia de música hace que todo el peso recaiga sobre la interpretación de los actores y sobre los encuadres de la cámara, al mismo tiempo que le confiere un extraño tono a varias escenas que no sé si termina de corresponderse con la clara intencionalidad artística de algunos planos, y dejándome una sensación rara como espectador de otra época. Con todo, creo que existen los alicientes suficientes como para considerarla una buena opción, si queremos aproximarnos tanto a la época Pre-Code como al mito de Marlene.
A destacar la maravillosa escena final, de las que dejan un poso indeleble en la memoria cinematográfica, y que termina cerrada por el telón de The End con el logo de la Paramount, de nuevo sin música… mientras el viento del desierto, impasible, sigue soplando.