Liquid Sky es una marcianada descomunal, aparentemente desfasada y, sin duda, hija de su época. Una época en la que, superados ya los tiempos de la protesta pacifista de los hippies, la liberación sexual del glam y la rebelión anárquica del punk, la juventud occidental parecía aburrida, adormilada y huérfana de ideales.
Está llena de simbolismo y metáforas, quizá demasiado crípticas si no se observa el contexto: 1982, recientemente el lema “vive rápido, muere joven” ha encontrado una de sus más célebres ejemplificaciones en Sid Vicious. Por otra parte, el mundo anda consternado por el reciente descubrimiento del SIDA.
En la película, un ufólogo resume el punto de partida en pocas frases: “Al principio se observaron extraterrestres en lugares donde había heroína. Más tarde, en subculturas concretas, círculos punkis, donde ha habido muchas muertes extrañas.” Luego descubre que esos mismos aliens han abandonado la heroína tras descubrir una “sustancia” más apetecible de la que alimentarse a costa del ser humano: el orgasmo. No es casual que la protagonista, una modelo bisexual, entregada a la dolce vita de las drogas, la promiscuidad y los clubes nocturnos, acabe proclamando que mata “con el coño”.
Margaret (Anne Carlisle) no es sólo usada por los extraterrestres, sino por todo el que se cruza en su camino: toda la fauna que pasa por su cama, su novia, su profesor, la cohorte de sanguijuelas que la sigue (fotógrafos, estilistas y demás modernukis del underground neoyorquino)... Incluso por Jimmy, un compañero de profesión, interpretado también por Anne Carlisle, que representa la androginia, la tan en boga dualidad masculino-femenina presente en todo ser humano. Pero no hay equilibrio ni armonía en esa dualidad pues, como vemos, la parte masculina humilla y constriñe constantemente a la femenina.
Por si todo esto fuera poco, se deja entrever que Margaret es además anorgásmica, lo que podría considerarse una metáfora bastante clara sobre la insatisfacción. Porque, no nos equivoquemos: debajo de toda la parafernalia de música electro, luces de neón, estilismos imposibles, bailecitos ridículos y platillos volantes, subyace un anhelo nostálgico de tiempos más felices e ingenuos. Y una repulsa al ambiente frívolo y apático que dominaría el resto de la década. A un Manhattan, antaño escenario de grandes acontecimientos, en el que ahora los camellos esconden su droga en inexpresivas máscaras de porcelana y fantasean con un viaje a un mitificado Berlín que nunca llega.