El ucraniano Anatole Litvak forma parte de un nutrido grupo de estimables directores del cine norteamericano reducidos en su día a la condición de “artesanos” por la “política de los autores”. Durante tiempo su obra fue absurdamente infravalorada –como también le ocurrió a Curtiz, Heny King o William Wellman– hasta que posteriores revisiones de sus películas confirmaron que estábamos ante un auténtico director del sistema de estudios que, sin embargo, estaba también dotado de una visión muy personal. En su monumental revisión 50 años de cine norteamericano, Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon lo definen ajustadamente como “el más europeo de los directores norteamericanos, por su afición a la psicología tradicional, las grandes pasiones, los problemas morales o sociales”, pero durante mucho tiempo criticado por poseer un estilo (teóricamente) parsimonioso, casi de qualité. Lo cierto es que Litvak era capaz de desenvolverse en diversos estilos, a los que siempre dotaba de una puesta en escena intensa y elegante, con un sentido del ritmo notable y una especial habilidad para la dirección de actores. Durante la época en la que estuvo con WB, Litvak destacó especialmente con una serie de suntuosos melodramas, a los que dotó de una cierta “mirada europea”, a través de sofisticados planos largo en movimiento, a menudo filmados mediante angulares que conferían majestuosidad a la puesta en escena. Las hermanas es una magnífica muestra del magisterio que alcanzó el director en este terreno: una brillante women picture, con ecos de drama New Deal e influencias de la literatura victoriana, que narra las peripecias vitales de tres mujeres a partir de la elección de Theodore Roosevelt como presidente. Litvak se permite incluso algunas escenas de virtuosismo que rompen con el tono más comedido del conjunto, como la célebre evocación del terremoto de San Francisco, que juega con brillantez con el fuera de campo y el poder de la sugerencia. Davis brilla aquí con especial intensidad, en un registro “transparente”, alejado del barroquismo grandguinolesco que adoptaría en sus composiciones de madurez. Flynn, por su parte, convence con un papel repleto de claroscuros, consiguiendo parecer a ratos ese “hombre nuevo” que propugna la sociedad norteamericana, y en otros, un ser frágil y torturado, un verdadero perdedor. Litvak y Flynn creían tanto en esta película que trataron de convencer a los productores para que incluyeran un final infeliz, más a tono con este bello filme melancólico, casi elegíaco, pero finalmente WB abogó por cerrar el relato de modo más convencional.