[center:cd54d7266d]- OJO: CON ALGUNOS SPOILERS -[/center:cd54d7266d]
[center:cd54d7266d]“I am Jaguar Paw! This is my forest! My sons and their sons will hunt here after I am gone!”[/center:cd54d7266d]
Braveheart (íd, 1995) y, sobre todo, La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) nos lo indicaban: Mel Gibson es un director poderoso con una visión personal y atrevida que, de no saber canalizarla convenientemente, corre el riesgo de suponer un exceso demasiado peligroso. Me refiero, claro, a que en su manera de enfocar el sufrimiento y el sacrificio de sus personajes, sometidos al martirio, no deja títere con cabeza y sugiere una incomodidad que se acerca a lo insufrible al tratar la violencia con una crueldad que sobrecoge. Pero hete aquí que su furia, su extrema ferocidad, también resulta una virtud muy valiosa cuando decide ponerla al servicio de un proyecto de las características de Apocalypto y que demanda de un instinto especial, casi primario, que potencie su naturaleza de salvaje aproximación al primitivismo de la aniquilación y la supervivencia.
Es por ello que su nueva película se siente como una experiencia visceral, que nos cala hondo en función de su carencia de coartadas y la apuesta por un reflejo sin concesiones de los horribles límites que es capaz de rebasar el ser humano, tal y como nos cuenta un anciano al abrigo del fuego en una declaración de intenciones que hace notar el destino destructivo del hombre en relación a su entorno. El devastador ataque a un poblado y la captura de supervivientes cuyo fin será el sacrificio en un templo maya nos es ofrecido con la fuerza necesaria, involucrándonos en un viaje terrorífico hacia los infiernos de la religiosidad exacerbada.
Como apertura, Gibson nos permite acercarnos a los nativos de ese poblado a través de diversos chascarrillos acerca de los problemas sexuales de uno de sus miembros. Es la introducción, la etapa previa y distendida a la llegada del comienzo del calvario de los personajes. La calma tensa no tardará mucho en saltar por los aires, así que asistiremos a la irrupción de los invasores, que rompen la armonía, reducen las vidas a cenizas y toman diversos ejemplares para trasladarlos, como en un via crucis inhumano, hacia el estado-ciudad de una civilización maya retratada en condiciones alucinantes y alucinadas. El lugar, tumultuoso y próximo a la pesadilla, está preñado de detalles inquietantes en su diseño, barnizado de cal, pinturas, tatuajes, elementos decorativos y criaturas sin escrúpulos que se asientan en la depravación. No se trata de un dibujo de pleno rigor histórico, sino de una suma de anacronismos y libertades artísticas desmesuradas que contribuyen a construir una ficción solamente inspirada y sin pretensiones de erigirse en una recreación exacta.
Apocalypto, por si no había quedado claro, carga las tintas en el concepto del sacrificio, sublimándolo con la explícita muestra del proceder del sacerdote, que alimenta la fe del pueblo mediante sus ritos. Algo casi mágico sucede, en un fragmento de fascinante y macabra belleza, de modo que un eclipse nos conduce a un extraño impasse en la tensión climática del momento para dar pie a un giro que nos adentra en una nueva fase: la de la persecución al hombre. Aventura, terror y drama. En un último tercio electrizante, tal vez deudor de la rabia post-apocalíptica del George Miller de Mad Max 2 (íd, 1981), las bestias pardas van a la caza del protagonista, Garra de Jaguar, que actúa en función de su necesidad de sobrevivir para rescatar a los suyos. Es su selva; él es el cazador; él es el último guardián de su hogar, violado brutalmente por una fuerza interior.
La última película de Mel Gibson no tendría que reducirse, únicamente, a una odisea de acción y aventura que aparece tintada por elementos de terror y acompañada de un emotivo drama familiar. Aunque no es poco, en mi opinión trasciende su realismo para transformarse en una libre parábola acerca de una civilización que se resquebraja desde dentro y que podría ser aplicada en otros contextos temporales y a otras sociedades. Además, se refuerza a través de aspectos místicos, convirtiendo a la comunidad en un Edén profanado y a su protagonista en algo próximo a una entidad mítica, a un salvador apoyado en la maldición del jaguar, y de esa forma veremos cómo sus enemigos, tratados como malvados absolutos, sienten la amenaza de algo superior.
Pero dejando de lado las lecturas que puede proponer (o no), lo cierto es que, en términos formales, estamos ante una abrumadora y excitante película que se revela como una montaña rusa de emociones que se filtran para no permitir la indiferencia. La energía de su director dota a las imágenes de una fuerza considerable y, a diferencia de su, a mi juicio, insoportable La Pasión de Cristo, hasta su recreación en la estética de la violencia funciona para llevar a cabo sus propósitos. De espectacular puesta en escena y desarrollada con un pulso narrativo firme y, en ocasiones, endiablado, Apocalypto es una descarga de adrenalina incontenible que exprime las posibilidades de lo visual.
Que haya sido rodada en lenguaje maya y que los personajes sean interpretados por actores, en su mayoría, no profesionales (pero muy eficaces y creíbles) acrecienta una sensación de realismo que también reside en el efecto de la imagen del vídeo digital para sugerirnos una proximidad mayor.
Y el final no es más que una vuelta a empezar. La preservación de la pureza (que se mancilla por la sangre derramada), limitada a una familia que probablemente reconstruirá su comunidad, es una quimera ante los nuevos invasores venidos de otro lugar.