21. Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô, 1962)
Por segundo vez (y última) en su filmografía, Kurosawa rueda una secuela. Hizo una, forzado, de la película que supuso su debut, Sugata Sanshirô. Esta vez es de imaginar que la rodó por decisión propia, ya que recordemos que en esta época sus films eran el resultado de una coproducción entre la Toho y la productora del director.
Partiendo de un relato preexistente de Shûgorô Yamamoto, Kurosawa y sus habituales coguionistas, Ryûzô Kikushima y Hideo Oguni, llevan el argumento al terreno del personaje creado originalmente para Yojimbo, ese ronin zarrapastroso y enigmático que atiende al nombre de Sanjuro, en el film anterior apellidado Kuwabatake y en este Tsubaki (referencia pertinente a les camelias, flores que jugarán un papel esencial en la resolución de la trama).
Si en Yojimbo jugaba el papel de una suerte de ángel exterminador que llevaba la paz (del cementerio) a un pueblo provocando la destrucción mutua de dos bandos rivales, en Sanjuro, de una forma notablemente más amable y ligera, con más notas de humor, menos violenta en la forma (aunque el body count es quizá incluso más espectacular), se erige como el tutor de un grupo de nueve jóvenes samuráis, atrapados en las intrigas de un clan feudal donde impera la corrupción.
Desde el primer momento Sanjuro les intenta abrir los ojos advirtiéndoles que no se han de dejar llevar por las apariencias. Uno de ellos, Iori Izaka (Yûzô Kayama), desconfiando de su propio tío, Mutsuta (Yûnosuke Itô, el escritor de Ikiru), el chambelán, ha informado de la existencia de una trama corrupta al inspector Kikui, sin reparar en que es precisamente este quien la dirige.
Pronto descubrirán el error, cuando un numeroso grupo de hombres armados, dirigidos por Muroto (de nuevo Tatsuya Nakadai, que se erigirá en la némesis de Sanjuro), los rodeará estando reunidos en un santuario en el que dormitaba el vagabundo ronin, que se las ingeniará para mantenerlos ocultos.
A partir de ese momento, de forma casi paternal, Sanjuro los acoge bajo su protección. El chambelán ha sido secuestrado y los hombres de Kikui mantienen detenidas a la mujer (Takako Irie) y a la hija (Reiko Dan) de Mutsuta. Precisamente serán las dos mujeres, en especial la esposa, las que aportarán al film algunos de los momentos y frases más divertidos y encantadores, como cuando se recuestan en el pajar o han de saltar un muro.
Y de los labios de la mujer de Mutsuta sale la descripción más certera del carácter de Sanjuro, cuando le dice que brilla demasiado, que es como una espada desenvainada, cuando lo mejor es no tenerla que desenvainar nunca, apelando a dejar de lado la violencia para resolver los problemas.
Paradójicamente, para salvarlos, a ella y a su esposo, y de paso acabar con la corrupción imperante, Sanjuro protagoniza una auténtica masacre de enemigos, siendo algunos de los enfrentamientos completamente hiperbólicos, casi caricaturescos, más todavía cuando no se ve ni una sola gota de sangre. Pero sangre, haberla la habrá, eso sí, esta vez Kurosawa la reserva para el último duelo, entre Sanjuro y Muroto, resuelto por nuestro héroe (o mejor, antihéroe) de un solo mandoble que provoca un enorme chorro de sangre, lo que deja a los nueve jóvenes maravillados.
Pero la coda la pone el propio Sanjuro con una nota de amargura, recordando las palabras de la mujer de Mutsuta en forma de consejo para los que han sido por unas horas sus pupilos: “manteneos siempre envainados”, algo que él es incapaz de hacer (lo que nos trae a la memoria la figura de tantos pistoleros del western americano, condenados a matar o a ser matados).
Aunque Sanjuro no tiene el plus de originalidad de Yojimbo, a mí personalmente me gusta más, me parece un film de aventuras delicioso, en el que Kurosawa y su director de fotografía y operadores se esmeran para conseguir mantener dentro del encuadre a los nueve jóvenes (que configuran una especie de ciempiés) en gran parte de los planos, en un trabajo de composición prodigioso, acompañado de las panorámicas y el frenético movimiento dentro del plano que caracteriza el cine de Kurosawa.
Mención especial también para la música de Masaru Satô que como en Yojimbo parece que influyó notablemente en otros compositores, incluido el mismo Ennio Morricone en sus trabajos para Leone.
Esta vez, no obstante, no hubo remake, como en el caso de Yojimbo, a pesar de que Anthony Quinn estuvo interesado en hacerlo en clave de western, pero la película nunca se llegó a rodar.
Acabo con una referencia a la edición en BD de A Contracorriente. Copia realmente buena y, lo que no siempre sucede, con unos jugosos extras entre los que destaca un documental sobre Toshiro Mifune, Mifune: The Last Samurai, de Steven Okazaki, muy recomendable.
Estoy seguro que la próxima entrega, El infierno del odio, mantendrá el buen sabor de boca que nos deja esta magnífica secuela. Y luego abriré un paréntesis de dos semanas para concentrarme en las estresantes jornadas navideñas.![]()