En el caso de Los siete samuráis, sus tres hora y media pasan volando. Eso sí, hablan en japonés, lo cual parece que desagrada a nuestro amigo Alex...
En el caso de Los siete samuráis, sus tres hora y media pasan volando. Eso sí, hablan en japonés, lo cual parece que desagrada a nuestro amigo Alex...
14. Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954)
Será difícil desbancar a Los siete samuráis del primer puesto en nuestra lista final de las películas de Kurosawa. Cuesta encontrar una película en la historia del cine en que, después del enésimo visionado, y con sus tres horas y media de duración, siga siendo un placer revisarla una vez más, fresca como el primer día, hasta el punto de que uno querría más metraje cuando llegamos a su excelso final. Respecto a ese extenso metraje, hay que tener en cuenta algunos datos: por ejemplo, en su momento fue la película más larga producida en Japón, pero la Toho comercializó en el exterior una versión notablemente reducido, en más o menos una hora, que fue la que ganó el León de Plata en Venecia. Incluso en Japón se llegó también a proyectar recortada o dividida en dos partes. Todo en Los siete samuráis fue desmesurado, tanto en el coste del film como en el período de producción, casi un año con 148 días de rodaje.
No creo que haga falta detenernos en exceso en la sinopsis del film. Es de sobra conocida su trama, copiada en más de un remake confeso o implícito. Durante la primera hora se nos cuenta el drama de una pueblo de campesinos japoneses, a finales del siglo XVI, durante un período de guerras civiles. Viven con el miedo a las rapiñas que sufren por parte de unos bandidos (entre los cuales quizá haya también algunos antiguos samuráis que se han pasado al lado oscuro). El anciano del molino (Kokuten Todo), autoridad moral del pueblo, propone una solución: contratar a unos samuráis para que los defiendan.
Un grupo de cuatro campesinos se desplazarán a la ciudad para atraer a su causa a algunos ronin, es decir, samuráis sin amo, que vagabundean por el territorio para ponerse a las órdenes de alguno de los clanes en lucha.
Kurosawa se detiene a presentarnos con detalle a los siete samuráis y las estrategias de las que se sirve el primero de ellos, Kambei (Takashi Shimura), a la hora de seleccionarlos. Cada uno de ellos está perfectamente perfilado, gracias a un guion prodigioso firmado por Kurosawa, Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, que otorga a todo el elenco, no solo a los samuráis, sino también a los campesinos, un papel protagonista, con lo cual la película acaba configurándose como un magnífico film coral.
Junto a Kambei, claramente el líder del grupo gracias a su serenidad y veteranía, encontramos (sigo el orden de la imagen superior) al joven Katsushiro (Isao Kimura), hijo de buena familia en busca de aventuras; Gorobei (Yoshio Inaba), arquero experto, que se une al grupo por admiración hacia Kambei; el risueño Heihachi (Minoru Chiaki), modesto samurái consciente de no ser un luchador experto, pero que infunde ánimos a sus compañeros, confeccionando una bandera que los simboliza;
Shichiroji (Daisuke Kato), viejo amigo y compañero de fatigas de Kambei, uno de los que sobrevivirán; Kyuzo (Seiji Miyaguchi), el diestro espadachín; y Kikuchiyo (Toshiro Mifune), un falso samurái, en realidad hijo de campesinos como se desvelará a lo largo del film.
Una vez en el pueblo, se va revelando la otra cara de los “pobres” campesinos. Por un lado, su desconfianza hacía sus defensores: primero se esconden de los samuráis, que les dan miedo; además, uno de ellos, Manzo (Kamatari Fujiwara), obliga a su hija, Shino (Keiko Tsushima), a cortarse el pelo y vestirse como un muchacho, por temor a que sea violada. Pero también vemos que por debajo de su indefensión late una conducta mezquina, de carroñeros, incluso en el aparentemente más indefenso de todos, Yohei (Bokuzen Hidari):
Kikuchiyo les obliga a traer todas las armas que han ido acumulando a lo largo de los años, obtenidas de samuráis derrotados que han encontrado en los caminos y a los que a menudo han rematado.
Uno de los momentos más bellos del film lo encontramos en esta fase de aclimatación de los samuráis a la realidad del pueblo: el encuentro del joven Katsushiro con Shino, filmado sensualmente en un campo de flores, con una sugerente música orientalista de fondo (magnífica en su conjunto la música de Fumio Hayasaka, que moriría poco después de estrenarse el film).
Después del descanso, marcado por un rótulo con fondo negro y música de fondo, en el ecuador del film, regresamos justo en el momento de la cosecha, y con ella la visita de los bandidos, que tiene un primer aviso en forma de avanzadilla de tres (uno de los cuales será despedazado por los campesinos). La película introduce una alteración del espacio cuando varios samuráis se atreve a ir hasta el campamento de los bandidos para intentar infligirles algunas bajas. Durante el ataque se nos desvela otro de los misterios de la película, el comportamiento de Rikichi (Yoshio Tsuchiya), uno de los campesinos más activos. Su esposa fue raptada hace tiempo por la banda y ahora se ha convertido en una de sus mujeres.
La mujer, horrorizada cuando ve de nuevo a su marido, se inmola en las llamas del incendio que han provocado los samuráis, una forma extrema de purificar su deshonra. La operación, a pesar de conseguir matar algunos bandidos, se salda con la primera de las muertes de uno de los siete, la de Heihachi, abatido como también lo serán los otros tres por arma de fuego.
Después de dos horas y veinte minutos de metraje, se inicia el ataque de los bandidos. Antes, hemos asistido a las fortificaciones defensivas que han incorporado al pueblo y a su adiestramiento en el manejo de las armas.
La siguiente hora va a ser un auténtico torrente de imágenes de la batalla, con sus pausas necesarias durante la noche. La habilidad de Kurosawa, junto a su director de fotografía (Asakazu Nakai), otorga al film una potencia difícilmente superable: profundidad de campo, montaje electrizante y panorámicas vibrantes (Kurosawa trabajó con tres cámaras para conseguir una amalgama de imágenes que ofrecieran el máximo de realismo a las secuencias de combates), todo ello envuelto en su parte final con una lluvia intensa, con el barro y la suciedad de los cuerpos enfangados.
Habrá lugar, en pleno combate, para el desvelamiento del origen campesino de Kikuchiyo, o en una de las pausas nocturnas para la revelación del amor entre Katsushiro y Shino. Pero el combate prima por encima de todo.
La película termina con uno de los finales más tristes del cine de Kurosawa, en el que contrasta la alegría de los campesinos, liberados de sus enemigos, ahora dedicados a una nueva cosecha, entre cantos y júbilos, con la amargura de los dos samuráis veteranos supervivientes, Kambei y Shichiroji, contemplando las tumbas de los cuatro samuráis muertos. El quinto, el joven Katsushiro también ha sobrevivido, pero su futuro quedará vinculado al de Shino, perdiendo así su condición de samurái.
Una reflexión final se impone a los samuráis: “hemos vuelto a perder. Han ganado los campesinos, no nosotros”. Su futuro tendrá que ser, de nuevo, seguir deambulando como ronin en búsqueda de un nuevo amo a quien servir.
Final inolvidable de un film en el que todo encaja a la perfección. No soy capaz de ver nada criticable en él, quizá solo esa extraña sensación, tal habitual también en ciertos westerns (en los repetidos ataques suicidas de los indios), de lo absurdo de la insistencia de los bandidos en atacar cuando van cayendo uno detrás de otro. Por lo demás, destacar el dominio de Kurosawa a la hora de filmar los elementos: el agua, el viento, el fuego, la tierra, la lluvia, los cantos de los pájaros, la belleza de los bosques y de los campos de flores.
Como no podía ser de otra manera, un film tan espectacular y cinemático tuvo un sinfín de remakes explícitos o implícitos. El más famoso, sin duda, The Magnificent Seven (1960), de John Sturges, que traslada el argumento al universo del western (mundo que el propio Kurosawa admitía que le había influido a él a la hora de hacer el film, en un viaje de ida y vuelta intercultural). El film de Sturges tuvo sus secuelas, creó una efímera franquicia (que se dice ahora), con títulos como Return of the Seven, de Burt Kennedy, Guns of the Magnificent Seven, de Paul Wendkos, o The Magnificent Seven Ride!, de George McCowan (no he visto ninguna de las tres, que parecen tener un interés decreciente). Pero también se llevó el argumento al ámbito de las space operas con Battle Beyond the Stars, de Jimmy T. Murakami, con Roger Corman como productor, e incluso a la animación de Pixar en A Bug’s Life, de Lasseter y Stanton. Todo ello antes de que se volviera explícitamente al film de Kurosawa en la nueva versión de The Magnificent Seven, de Antoine Fuqua.
El siguiente film de Kurosawa, Crónica de un ser vivo, no tendrá tanto éxito dentro de la historia del cine, quedando como uno de sus films que se suelen olvidar a la hora de hablar del director japonés. Hace mucho que no lo he visto, será pues una revisión que puede ofrecer sorpresas… para bien o para mal.
15. Crónica de un ser vivo (Ikimono no kiroku, 1955)
Después de un film indiscutible como Los siete samuráis, Kurosawa entrega una película que, vista hoy en día, resulta bastante decepcionante. Por supuesto, no es una mala película, incluso tiene algunos excelentes momentos, pero también reproduce algunos de los elementos menos atractivos que hemos detectado en alguno de sus films (como Escándalo o El idiota). Esta vez parte de una historia propuesta por su compositor habitual, Fumio Hayasaka, que murió durante ese mismo año, transformada en guion con la colaboración de Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, que no estuvieron, en mi opinión, tan acertados como en Los siete samuráis y Vivir.
Por un lado, como casi siempre que Kurosawa quiere poner en primer plano un “mensaje” (se suele añadir “humanista”), el film resulta reiterativo, excesivamente subrayado. El miedo a las radiaciones, producto del peligro de las bombas atómicas y H, era, sin duda, algo muy presente en la sociedad de la época, no solo en la japonesa, escaldada por las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, sino en todo el mundo, incluido el país que las había lanzado, Estados Unidos.
Por tanto, que el protagonista, el industrial (propietario de una fundición) Kiichi Nakajima (Toshiro Mifune) viva atemorizado es en parte comprensible, aunque su miedo acaba siendo obsesión y, finalmente, locura.
El drama se plantea en clave familiar: Nakajima quiere vender sus propiedades para invertir el dinero en la protección de él y de los suyos, ante el riesgo nuclear. Primero se plantea la construcción de un refugio, pero, ante lo dificultoso e inseguro de la propuesta, cambia de proyecto: quiere emigrar a Brasil, para lo cual está en tratos con un curioso japonés (Eijiro Tono), morenísimo, que posee una propiedad en el país sudamericano.
Pero su numerosa familia se opone: son sus hijos legítimos con sus cónyuges, y sus otras mujeres, con sus hijos naturales. Confieso que me he hecho un lío con tanto personaje que, a diferencia de lo que pasaba con la nutrida lista de samuráis y campesinos del film anterior, aquí cuesta distinguir quién es quién. Llevado el caso ante un tribunal de familia (uno de cuyos miembros, un dentista, es Takashi Shimura), que actúa como institución de mediación, los familiares quieren que se incapacite al patriarca. Eso da lugar a un sinfín de discusiones un tanto pesadas y repetitivas que no ayudan a que el film avance.
Los mejores momentos son cuando vemos como el anciano Nakajima reacciona aterrorizado por el efecto de los rayos y truenos, tomando una tempestad por la explosión de una bomba atómica. Como es habitual en Kurosawa los elementos naturales, aquí la lluvia y las tormentas, así como el sol y el calor, juegan un importante papel que va más allá de lo meramente ambiental, para dar densidad a la trama.
Otro momento culminante es cuando la fundición arde hasta los cimientos. El culpable ha sido el propio Nakajima, que con ello pretende que su familia acepte viajar a Brasil, eliminando la propiedad de la que viven todos ellos. Pero el viejo egoísta no ha pensado en los trabajadores, que se quedan sin trabajo por su culpa.
Esta última acción comporta inevitablemente su encierro en un hospital psiquiátrico. Allí lo visitará el dentista, comprobando la definitiva alienación del patriarca. Nakajima mira fijamente un sol radiante al que toma por la Tierra ardiendo, como si la contemplara desde otro planeta.
Bello final, con una enorme fuerza, que compensa en parte lo grisáceo del conjunto. Se complementa con un inquietante plano final en que se cruzan en las escaleras del psiquiátrico el dentista con una de las amantes del viejo, con la que ha tenido un hijo aún pequeño (¿símbolo de la sociedad del futuro, por la que hay que luchar contra el peligro nuclear?).
Uno de los elementos clave a la hora de valorar la película es la caracterización de Mifune como un anciano que le dobla en edad. Sobre ello hay opiniones para todos los gustos, pero a mí personalmente no me convence, su maquillaje, sus movimientos, lo veo demasiado grotesco, poco creíble, lo cual, teniendo en cuenta que su personaje domina todo el film, afecta el resultado final.
Antes de esta revisión me costaba recordar nada de la película. Ahora lo comprendo. Hay muy poca cosa en ella que realmente impregne la memoria. Es probable que en su día el mensaje de preocupación por el peligro nuclear generase una reacción intensa en el público (al que se nos muestra con aire documental durante los créditos),
pero lo cierto es que fue un fracaso comercial y creo que, setenta años después, difícilmente impresionará a los espectadores del siglo XXI. Quizá lo mejor sea esa sensación de extrañeza que otorga a toda la película la obsesión del anciano Nakajima, a lo que, paradójicamente, ayuda su aspecto tan poco creíble
Estoy convencido que recuperaremos las buenas sensaciones con la próxima entrega, la magistral Trono de sangre, adaptación, como es bien sabido, del “Macbeth” shakespeariano.