En este caso no podía desaprovechar la ocasión de revisar uno de los films procedentes del Japón que más impacto ocasionó en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, no solo por lo exótico que podía resultar la cinematografía del País del Sol Naciente (que se decía antes) en aquella época, sino sobre todo por la desbordante imaginación visual del film. Tanto impacto que hasta se hizo eco de la película Martin Heidegger en uno de sus escritos, en el que dialoga con un japonés.
Cuando se presentó al Festival de Venecia en 1951, ganando el León de Oro (galardón que se completaría al año siguiente con un Oscar… dejo la denominación exacta del premio a tomaszapa
), estoy convencido que dejó a la platea boquiabierta, porque el torbellino de imágenes con las que Kurosawa urde la compleja trama no tenía parangón en el cine de la época (¿a alguien se le ocurre un film comparable?). Curiosamente, en su país no fue tan bien recibida, siendo criticada por “demasiado occidental”. Probablemente no es ajena a esa crítica la forma en que filmó Kurosawa la película.
Alcaudón ya dio buena cuenta de la estructura narrativa del film (incluso con métodos detectivescos que me considero incapaz de repetir
). En definitiva, Kurosawa entrelaza una línea expositiva que cuestiona la misma noción de verdad, como algo unívoco y objetivo, ofreciéndonos tantas verdades como perspectivas hay sobre un hecho (¿alguna más “verdadera” que la otra?), junto a esa visión pesimista de la condición humana tan presente en su cine, a pesar de que nos ofrezca un pequeño rayo de esperanza como cierre (como si se tratara de ese “rayo de esperanza” final que se reclamaba a Guido en
Otto e mezzo).
La película se nos cuenta desde el pórtico de un templo en ruinas, de formas rotundas (¡esas columnas de madera! ¡Nadie ha filmado la madera como Kurosawa!), aunque castigadas por el paso del tiempo, mientras cae una lluvia intensa y constante. En su interior, los personajes se ven siempre empequeñecidos, pobres seres mortales que parecen ser juguete del destino.
Es como si se nos quisiera situar fuera del tiempo y del espacio, en una especie de limbo, para contarnos la historia. Frente a la rotundidad maciza de ese espacio, Kurosawa se recrea en el bosque donde acaecerán los hechos, en una sinfonía de luces y sombras magistral. Con la luz del sol filtrándose a través de las hojas, y ensombreciendo los rostros de los personajes, descomponiéndolos en múltiples facetas,
la cámara de Kurosawa no descansa: panorámicas que barren el paisaje, travellings laterales, de aproximación, frontales o traseros, picados, contrapicados, primeros planos... una composición siempre cambiante, como si fuera imposible asir de manera sólida lo que se nos cuenta, como si lo narrado se nos escapara de las manos.
Frente a ello, las declaraciones de los implicados (el leñador que descubrió el cadáver, el monje que se cruzó con la pareja, el hombre que capturó al ladrón, el propio ladrón, Tajômaru, y la mujer violada) se nos ofrecen en planos frontales, fijos, estáticos, dejando fuera del encuadre, en off visual, a la autoridad que ha de juzgar los hechos (en definitiva, pasándonos la papeleta a los espectadores).
Solo se hace una excepción: cuando el muerto “declara” a través de una médium. Para ese momento, Kurosawa nos reserva un despliegue visual completamente distinto, jugando con los elementos fantásticos, caros al director, en forma de extraños sonidos, de voz gutural y de movimientos frenéticos.
La película es un buen ejemplo de una de las señas de identidad del cine de Kurosawa: la fisicidad de las imágenes. Tanta o más importancia que lo que harán los personajes ante nuestros ojos tendrá el medio en que ocurren las cosas: la lluvia, las hierbas, los árboles, el viento (esa brisa que despierta a Tajômaru y le permite ver a la pareja de viajeros),
los rayos de sol, en una suerte de animación del mundo en el que todo es significante. De ahí la importancia de la profundidad de campo, que permite a Kurosawa mantener dentro del plano a los personajes situados en distintos niveles dentro del escenario natural, integrados en él, casi absorbidos por el paisaje, de forma en ocasiones asfixiante.
Junto al poder de las imágenes, el de las interpretaciones. Mención especial, por supuesto, para Toshiro Mifune, componiendo un personaje extremo, paródico, de movimientos sincopados y risa vociferante. En el reparto vemos hasta otros tres de los futuros “7 samuráis”: el gran Takashi Shimura, el leñador;
Minoru Chiaki, el monje;
y Daisuke Katô, el agente que ha detenido a Tajômaru. Además, una espléndida Machiko Kyô, como la violada Masako, y Masayuki Mori, como su esposo.
Aunque hay otros films de Kurosawa que prefiero,
Rashomon me parece impresionante, una indiscutible obra maestra (y aquí sí que me parece que encaja el término a la perfección), tanto dentro de su filmografía como en el conjunto de la historia del cine.