08. Duelo silencioso (Shizukanaru kettô, 1949)
Volvemos a Kurosawa después del paréntesis vacacional. Y lo hacemos con una de sus películas menos estimulantes. Aunque no se puede decir que se trate de un mal film, poco nos aporta hoy en día, más allá del completar su filmografía.
Como ya apunté en el comentario anterior, a consecuencia de la huelga que aconteció en la Toho a lo largo de 1948, Kurosawa, deseoso de filmar y acabar con la inactividad, dio el salto a otra productora, la Daiei, para rodar Duelo silencioso, en coproducción con la Asociación de Films de Arte (Eiga Geijutsu Kyokai), empresa creada por diferentes personalidades del mundo del cine, como el propio Kurosawa, Mikio Naruse o Kajiro Yamamoto entre otros.
La película parte de una obra teatral reciente de Kazuo Kikuta, y se nota. Si dejamos de lado los primeros minutos, que transcurren durante la guerra en un hospital de campaña (en 1944), la película se desarrolla a partir de 1946 en el hospital en Japón (suponemos que en Tokio) que dirigen el obstetra Konosuke Fujisaki (Takashi Shimura) y su hijo Kyoji (Toshiro Mifune), manteniéndose la cámara durante la mayor parte del metraje dentro de sus muros.
Eso da lugar a un film muy verboso, con numerosos diálogos y muy poca acción, lo que hace que resalten todavía más esos primeros minutos.
¿Y qué sucede en esos primeros minutos? Algo que va a ser la clave del resto del film. El doctor Kyoji opera a un soldado bajo una intensa lluvia.
Durante la intervención se corta un dedo, lo cual va a provocar, al continuar operando sin guantes de forma imprudente, que se infecte con la sífilis que sufre el paciente, Susumu Nakada (Kenjirô Uemura). A pesar de que el punto de partida resulta un tanto azaroso, demasiado forzado como palanca desencadenante de la acción argumental, esos minutos aportan lo más interesante del film, gracias tanto a la labor de cámara, como muy en especial a la banda sonora: el ruido del aguacero, el clic de las gotas de lluvia que caen dentro del rudimentario quirófano o el chirriante sonido de unos vehículos militares que se superponen al rostro de Kyoji cuando confirma sus temores: ha quedado infectado por la sífilis de la que Nakada es portador.
El resto de la película va a ser la monótona y repetitiva exposición de un doble duelo: el de Kyoji con la invisible enfermedad que lo corroe por dentro, y que intenta combatir en secreto con inyecciones de Salvarsan;
y el dilema moral consigo mismo en relación con su prometida, Misao (Miki Sanjô), que no comprende por qué, a la vuelta de la guerra, su novio no quiere casarse con ella.
Poco a poco, a pesar del silencio que mantiene Kyoji, tanto su padre como una aprendiz de enfermera, Minegishi (Noriko Sengoku, aportando quizá la única nota de dinamismo y de emoción del film), joven embarazada de pasado oscuro que han acogido en el hospital, se van a enterar del problema del joven doctor.
Después, el azar va a provocar que Kyoji se encuentre de nuevo con Nakada, lo que va a facilitar la exposición en el film de cuáles pueden ser las terribles consecuencias de una sífilis no tratada (así, el peligroso embarazo de Takiko, la mujer de Nakada), con lo que el film justifica la prudencia de Kyoji, su renuncia al matrimonio con Misao, y de paso alecciona al espectador.
Probablemente, la vuelta de los soldados, que podían haber estado años dando tumbos por los diferentes escenarios de guerra, supuso un recrudecimiento de las enfermedades de transmisión sexual, con especial incidencia de una enfermedad entonces de difícil curación como la sífilis. Hay quizá también una intención simbólica, la posibilidad de ver esa enfermedad mortal como una especie de encarnación de la locura belicista que había llevado al Japón al desastre (el entorno urbano de la clínica de Kyoji es un paisaje en ruinas, aunque filmado en estudio).
Quizá uno de los aspectos que más sorprenden del film es el tratamiento de la banda sonora, no solo en esos primeros minutos, sino, en general, en el uso de la música, que firma Akira Ifukube, y en la importancia de los sonidos, como el llanto del bebé de Minegishi.
El resultado es un film sumamente triste, deprimente, que nos ofrece una de las interpretaciones más contenidas de Mifune, aunque hacia el final estallé en llanto (en un momento de un dramatismo un tanto artificioso). Mifune da vida a un personaje que genera compasión, mediante un tratamiento que sorprende por lo explícito: confiesa sin eufemismos que es virgen, que nunca ha podido satisfacer sus deseos sexuales, y que quizá no pueda hacerlo en toda su vida, por miedo a contagiar la enfermedad. Así, al final, Kyoji acaba convirtiéndose en una especie de santo dedicado en exclusiva a la curación de los enfermos.
En su conjunto me parece un film de difícil visionado hoy en día, cuesta conectar con lo que nos propone. Afortunadamente, la próxima entrega, por fin, nos va a proporcionar el placer de ver el que, en mi opinión, es el primer gran film de Kurosawa, El perro rabioso.