Me gusta este cartel casi vermeeriano que ha usado la distribución cinematográfica en Estados Unidos porque refleja perfectamente lo que contiene la película sin ambages: la pasión compartida de dos personas por la cocina, tanto por la preparación como por la degustación. En ella se fundamenta tanto las debilidades como las fortalezas de la película.
Para los que disfrutamos visitando los mercados o poniéndonos manos a la obra en una cocina, la película es un festival. Los primeros veinte o treinta minutos apenas hay diálogos y es una continua descripción visual de la preparación de los distintos platos que se van a servir. Como no soy objetivo en este aspecto, la escena me pareció deslumbrante, creada con una pericia cinematográfica encomiable y reveladora de los usos culinarios de finales del siglo XIX. Supongo que a quienes no les interese la cocina la escena le parecerá, por el contrario, cansina y morosa; es algo que yo no podría juzgar, porque disfruté como un niño viendo el cuidado y mimo que todos ponían hasta en los más nimios detalles de la elaboración culinaria. Es la descripción no sólo de la pasión de Dodin Bouffant, sino de la pasión compartida con Eugénie, la cocinera maravillosamente interpretada por Juliette Binoche.
Comparativamente, la película se desenvuelve en dirección contraria a El festín de Babette. Mientras allí veíamos primero la pormenorizada descripción de esa comunidad casi ascética en lo más recóndito de una Dinamarca helada que es iluminada por la pericia de -otra vez- una cocinera francesa, en Le pot-au-feu de Dodin Bouffant comenzamos con el frenesí de la preparación de los alimentos para, muy lentamente, empezar a desenvolverse la presencia de los personajes, centrada en esa curiosa relación -entre amorosa y admirativa- del gastrónomo Dodin Bouffant y su cocinera, ambos personajes interpretados con gran talento por Benoît Magimel y Juliette Binoche.
Junto a ello no podía faltar la descripción admirativa de los campos franceses, de su increíble fertilidad y variedad, de la belleza de sus veranos y primaveras, de las distintos ciclos de una cocina adaptada al ritmo de las cosechas. Son personas, creo, no devoradas por una pasión, sino felices de compartir una vocación, una ilusión que se materializa entre fogones y cacerolas desde perspectivas diferentes: la viveza y placer de Dodin Bouffant y la humildad y sencillez de Eugénie. En ese aspecto, es una expresión de una de las más admirables habilidades de los seres humanos, capaces de convertir una necesidad en un arte.
Si les gusta la cocina, cita inexcusable. Y si Francia es su debilidad inconfesable, cita inexcusable.