Creo que es de primero de dirección (y de sentido común) que, ante el diseño de un drama, debes plantear una cuestión que conmueva al espectador: un conflicto moral, el deseo imperioso de obtener algo que se resiste (amor, sexo, dinero...) o un enigma pendiente de resolver. Puedes rechazar esta premisa, pero debes entonces compensar esa ausencia con una alta dosis de esteticismo que, por sus altos valores gráficos te hagan olvidar que, en realidad, no hay verdaderamente una historia. Pocas veces se consigue este último objetivo.
Un completo desconocido no consigue descollar en ninguno de estos aspectos, aunque tampoco sea especialmente mediocre en ninguno de ellos. Tiene una bella fotografía, con acertados planos (me viene a la mente esa imagen de Dylan rasgando su guitarra mientras proféticamente su imagen se refleja en el cristal de una televisión) y muy acertadas interpretaciones, entre las que debo destacar muy especialmente la del olvidado Edward Norton, pero ello no es suficiente para contrarrestar que los conflictos que se plantean sean inanes o pasajeros.
Inane es el triángulo amoroso Dylan - Báez - novia-que-va-y-viene porque no creo a que nadie le importe mucho si el señor Dylan rompe con una o si se reconcilia con otra. Ni siquiera son relaciones amorosas, sino una triste sucesión de peleas de dormitorio entre un niño de ocho años y mujeres baqueteadas por la vida. Lógico es que todas ellas terminen cansadas-asqueadas de uno de los ídolos multimillonarios de nuestra sociedad, con tanta impostura como sus gafas negras en plena noche.
Inane (y tardío) también es el breve conflicto filosófico-musical que se plantea en el tramo final porque a casi nadie le importará hoy día, porque se presenta a destiempo y se cierra de forma abrupta. Creo que ni el mismo guionista sabía qué conflicto buscar para darle vida a esta historia y buscó una anécdota final que le insuflara categoría de drama. Al final, no son más que personas que vociferan ahogándose en un vaso de agua por un conflicto que no llega a categoría de pequeño disgusto.
Romperé, no obstante, una lanza por Chalamet y su esfuerzo por simular el cerrado acento del medio-este norteamericano, su forma de arrastrar las vocales y su progresiva transformación en un erizo social. No es un personaje agradecido y no deja de admirarme el empeño que pone en intentar darle forma a su interpretación. No lo consigue del todo porque un actor no puede sacar más brillo que el que le permite el guión, pero tampoco puedo dejar de reconocer que, para mí, su Dylan es trágicamente muy creíble. Brilla en su complicidad creativa con el guitarrista de blues que improvisa y le estimula; brilla en su construcción de un James Dean con guitarra y receloso, pero lamentablemente no vemos a un artista enfrentado a sus demonios interiores o a la incomprensión de la sociedad (el mito romántico por antonomasia) porque en realidad los demonios no son más que pequeños diablillos traviesos y la sociedad lo ha comprendido, admirado y galardonado sin mucha resistencia. Con esa realidad, poca fibra dramática nos puede conmover.
A pesar de todo, es una interesante crónica de una América de una época (que aún es la nuestra), de una forma de entender la música popular americana, de la creación de los extraños mitos modernos de ídolos de masas, del paso de la música entendida como un espectáculo para públicos reducidos a actos para masas y de la revolución que supuso la popularización de los medios de reproducción de música en los hogares (y del enriquecimiento fabuloso que para algunos artistas supuso). Para quien no haya vivido esa época puede que sea una historia reveladora en muchos aspectos.
¿Cuántós eones han de pasar/
antes de que MundoDVD/
solucione sus problemas/
de tecnología antediluviana?/
La respuesta, my friend, is blowin' in the wind...