Piel roja, soldado, esquimal, boxeador acabado, pirata, torero, orgulloso beduino, Papa, Zorba el griego, jefe de la Mafia, Quasimodo, Barrabás, Eufemio Zapata, el forzudo Zampanò, Atila, Paul Gauguin, Aristóteles Onassis...
Antonio Rodolfo Oaxaca Quinn... llevó a cabo lo que tantos actores dicen desear por encima de todo; ser capaces de representar cualquier clase de papel.
Ojos en llamarada y risa abrupta. Un pobre cuate mejicano nacido al otro lado del Rio Grande y que terminó triunfando en Hollywood. 200 películas y 2 Oscars.
Infatigable peón que pese haber trabajado al lado del mayor número de grandes estrellas poseedoras de un Oscar de la historia, conquistó por derecho sus propios adjetivos.
Racial, indómito, meridional ... recio, tosco, salvaje, versatil, temperamental, instintivo... casi siempre parapetado tras la coraza de tipo duro.
El tipo de presencia amenazadora y ruda que no obstante era capaz de una complejísima dulzura y profundidad.
Étnico, exótico, visceral o intuitivo. El actor que habitaba en Anthony Quinn se fraguó en la permanente ambivalencia. El gran secundario a cuya sombra empequeñecian los dioses protagonistas, y siempre minusvalorado por no pertenecer a la raza de los actores del «método», que sin embargo... devoraba la pantalla.
La interpretación es un fluido más sutil que el aliento, un don más allá de la técnica, un misterio próximo a la metamorfosis, un fluido que viene y se va, pero cuyo sabor Anthony Quinn sin duda conoció. El don de los grandes con el que destruia a cada instante la frontera que divide a los protagonistas de los secundarios.